Por ALBERTO MARTÍN-ARAGÓN
UN hombre de tez oscura ataviado con una chilaba sucia y astrosa yacía de costado en la acera con una navaja hundida en el abdomen. Era la primera vez que yo veía algo así. Sobre un exiguo charco de sangre meditaba el reflejo de un cielo plomizo. El hombre ya estaba muerto y dos policías se hallaban en cuclillas en torno a él con expresión de disgusto y enojo. El hallazgo de aquel cadáver les obligaba a ponerse a trabajar. Ceuta se estaba desperezando en una mañana neblinosa y taciturna de noviembre. El mar estaba algo inquieto y el chapaleo de las olas contra las rocas de la dársena llegaba borroso a mis oídos. Las palmeras se recortaban contra el cielo anubarrado entre jirones de bruma. La sirena desdibujada de algún barco sacudía la somnolencia de aquel aire impregnado de olores espesos y penetrantes. Chillaban algunas gaviotas estresadas.
Corría el año 2001. Por aquellos días yo trabajaba en un miserable y pintoresco periódico de aquella ciudad. Mi sueldo era ridículo y humillante, pero me permitía pagarme una mezquina habitación en un piso que compartía con tres funcionarios de prisiones adictos a la cocaína y a los videojuegos. Yo me alimentaba básicamente de cerveza y calamares. Dormía poco y solía pasar mis escasos días libres en compañía de un flaco y barbudo argelino de semblante irónico que se ganaba la vida con negocios turbios cuya naturaleza nunca quise conocer. Se llamaba Rachid y yo le caía simpático porque no me consideraba un español corriente. A veces me invitaba a café y me contaba historias macabras e inverosímiles que amenizaban nuestra soledad. Hablaba un buen castellano y siempre llevaba algo de hachís encima. Me extrañó que nunca acabara detenido. Luego supe que trabajaba de soplón para la policía.
Mi cometido en el periódico consistía principalmente en suministrar noticias sobre fenómenos paranormales. Mi director, aficionado a las novelas góticas, estaba convencido de que había un fantasma en el tanatorio de la ciudad. Por razones que se me escapan, pensó que yo era la persona más adecuada para lidiar con lo sobrenatural. Me ordenó que hiciera guardia durante varias noches en aquel tanatorio con el fin de que pudiera entrevistar al supuesto espectro. Así hice, pero fracasé en mis tentativas de toparme con él. No obstante, a raíz de aquel episodio, escribí bastantes artículos sobre extraños sucesos acaecidos en otros puntos de la ciudad en los que siempre comparecía algún difunto ávido de ajustar cuentas con los vivos. Pensaba que iba a ser despedido por inventar semejantes disparates, pero resultó que algunos ceutíes influyentes disfrutaban leyendo mis invenciones. Mi director me felicitó y, guiñándome un ojo, me animó a que siguiera buscando fantasmas. Comprendí que la verdad no le interesaba lo más mínimo y me sentí culpable por ser cómplice de aquella farsa.
Una noche, poco después de recibir la paga del último mes, me emborraché en un bar cercano al puerto deportivo y me pregunté qué diablos estaba haciendo yo en aquel punto del norte de África. Luego recordé que había sido el único lugar donde me habían ofrecido un trabajo relacionado con mis estudios. Di un puñetazo a la barra y pedí otra copa. Una joven mujer de origen magrebí se acercó a mí y me preguntó por qué mi expresión era tan sombría. No le respondí. Ella me aseguró que no era prostituta, sino poetisa. No le creí una palabra, pero la invité a tomar algo. Aunque me dijo que era musulmana y que no debía beber alcohol, acabó metiéndose dos whiskies entre pecho y espalda. Se embriagó de inmediato y empezó a decirme con voz dramática que Ceuta dejaría de ser española algún día para ser marroquí. También me dijo que ella se convertiría tarde o temprano en una célebre política y que sería guía de masas desorientadas. Le comenté que todo era posible y bostecé. Ella eructó y me propuso ir a un lugar privado porque deseaba hacerme feliz. No supe qué responder. Una mezcla de asco y deseo me removió las entrañas. En ese momento, el camarero del bar se aproximó a mí y me advirtió:
—Tenga cuidado con esa tía. Podría contagiarle alguna enfermedad.
La supuesta poetisa se enfureció, cubrió de insultos al camarero y empezó una acalorada bronca. Yo estaba mareado y aturdido. Tambaleándome, salí del bar y vomité a los pies de una palmera. Un gato demacrado y famélico me observó con indiferencia, echó una meada y luego se esfumó. Del interior del bar me llegó un estruendo de cristales rotos. Muy cerca de allí, el mar, sumido en las tinieblas, roncaba plácidamente como si estuviera soñando con los mares de otros mundos. Me sentía ridículo y abatido. Decidí irme a dormir antes de que pudiera meterme en algún problema serio.
Pasaron los días. Un viernes me levanté muy temprano. Tenía el día libre y quería ir a Marruecos. Bajé a la calle y me puse a buscar un taxi que me llevara a la frontera. Entonces algo llamó mi atención. A unos cien metros de donde estaba, frente a un solar salpicado de palés de madera podridos y pestilentes, divisé un nutrido corro de personas dominadas por una febril agitación. Consideré que mi obligación consistía en mover el culo hasta allí para averiguar qué sucedía. Me abrí paso despreocupadamente entre aquellos curiosos y vi al hombre apuñalado. En aquel momento pensé que aquel sujeto estaba fingiendo o actuando en una película. Nuestra mente necesita tiempo para asumir las brutalidades del mundo. Enseguida tomé conciencia de que aquel cadáver era concreto e inapelable. Miré su expresión, extrañamente desdeñosa, y no me pareció tan terrible. Tenía los ojos cerrados y parecía estar durmiendo. El hedor que emanaba de su cuerpo me provocó algunas arcadas y una violenta sensación de vulnerabilidad me estremeció por dentro.
La policía nos ordenó que nos fuéramos de allí, pero allí no obedecía nadie. El juez de guardia había sido avisado, pero no aparecía. Alguien me tocó un codo. Era el fotógrafo de mi periódico. Un tipo que siempre estaba sonriendo y bromeando. La visión del cadáver no parecía haberle arrebatado el buen humor. Se decía que había sido legionario y que en su juventud había practicado el bestialismo con pastores alemanes. Nunca lo creí. En aquella ciudad circulaban bastantes leyendas truculentas. Apenas me vio, el fotógrafo me comentó entre risitas que el muerto había hecho bastantes méritos para acabar así. En un tono ingenuo y candoroso, exento de convicción, repuse que nadie merecía acabar con un cuchillo hundido en la panza. Él estalló en una carcajada, me propinó una palmada en el hombro y me dijo que me invitaba a un café. Media hora después ya nos habíamos bebido un par de cervezas y de nuestras gargantas escapaban las risas nerviosas de quienes creen haber engañado un día más a la muerte. Aquel día no fui a Marruecos.
Dos semanas después abandoné Ceuta. Nunca más volví a escribir noticias relacionadas con fantasmas.
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