El tiempo es el eje sobre el que vertebra el libro de Julio Llamazares Las lágrimas de San Lorenzo. La arquitectura de una memoria que nos recuerda que esta es la única patria de quienes han renunciado a todas las demás. Como si fuéramos náufragos de un territorio estéril o acaso de una sombra chinesca que lo altera todo. Con una habilidad de orfebre en el ritmo de la narración, Llamazares nos traslada los recuerdos de un profesor de universidad que ha rodado por Europa y que regresa a Ibiza para asistir, junto a su hijo de doce años, al que hace mucho tiempo que no ve, a la lluvia de estrellas de la mágica noche de San Lorenzo. Como tiempo atrás sucediera con su padre y a la vez con su abuelo. La certeza del tiempo tal vez resulte de su inclemencia. Tempus fugit, expresión atribuida a Virgilio como las lecturas del profesor protagonista del libro de Homero o de Catulo a sus alumnos, en sus constantes destinos como docente. El tiempo, como ese último cartucho gastado para matar al perro, de manos del protagonista de la novela La lluvia amarilla, también de Llamazares, hace constante su presencia a lo largo de las páginas de Las lágrimas de San Lorenzo, ese tránsito de la adolescencia a la juventud, donde parece que cobran sentido los relojes y los calendarios. También las estaciones y sus cosechas. Como si viéramos el rostro de Chronos, dios del tiempo y el eterno paso del universo. Nuestro profesor parece lamentarse, en ocasiones, de que esto suceda y teme el día en que su hijo abra los ojos hacia la desmesura, a veces, de la memoria. Como escribe Llamazares: «O como ahora, en esta noche llena de estrellas en la que el mundo parece una ensoñación y no la creación de ese Dios fantástico a cuya existencia tantas personas se acogen para no tener que enfrentarse a la verdad más insoportable: que la vida pasa y se desvanece como una estrella…» Y esa sentencia final, final de una historia abierta donde el autor nos dice o nos desvela, preguntándose también que «¿No será Dios el tiempo?».
La historia de la novela nos habla de un profesor que rememora sus éxitos y sus fracasos, el recuerdo de su padre o su tío desaparecido, del que se habla poco, o su hermano mayor, golpeado por la muerte en un accidente de moto. Nos habla de amores lejanos y amores que son, del sexo, de amigos, de encuentros y despedidas. “Cuánta pasión he puesto en esta novela que es la vida de los hombres, en este caso la mía”. Porque en última estancia, su historia es la del hombre, la de todos los hombres y mujeres que miran hacia atrás, buscando en el recuerdo el tiempo que fue y el tiempo que se detendrá para que todo siga su cauce, que es la vida y sus aparejos, las circunstancias y los miedos, los deseos y el temblor, como de una hoja, cuando nos percatamos de que todo contiene y guarda o esconde su medida. La geografía resulta también muy importante en la novela: «Recito ahora ante mis alumnos de Iasi como antaño lo hice ante los de Constanza o Utrecht y, antes de eso, en la de Bari y, antes aún, en la Universidad de Bilbao». Un protagonista que no encuentra el espacio, su espacio propio y que parece destinado a recorrer Europa, alejándose cada vez más de un Bilbao donde aguarda su madre enferma. Existen recursos para manipular el tiempo literario, el tiempo de la historia y del relato. Como ya he apuntado, con un ritmo y una musicalidad cadenciosa, melancólica, un ritmo que me recuerda el tema de Patricia del saxo alto de Art Pepper, quien también tuvo que viajar a una Europa convulsa y paralizada por las bombas. Llamazares nos deja un sabor agridulce, inquietud e inquietudes y muchos enigmas. Esa pregunta final en el libro, que se puede reformular: ¿somos algo, a parte del tiempo y su memoria?
Adolfo Marchena, colaborador revista Galeradas
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