El narrador en su laberinto

Revista Literaria Galeradas. Foto laberinto
Laberinto

Oriol Ruiz Serrano

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Laberinto

Si bien dijo Nietzsche cierto día que «Dios había muerto», hoy son el hiperconsumismo y el actual estilo de vida quienes nos dicen lo mismo con respecto a la «verbalización de una experiencia». Dejar un buen recuerdo, al igual que pensaba Espronceda: de eso trataría el tránsito final de una vida. Para llegar hasta esta cima, no obstante, hay que haber experimentado, y de nada sirve haber vivido a menos que la intención sea la de enseñar, relatar, mostrar, arrojar luz: «narrar».

Es aquí donde hay que detenerse. De un modo más efectivo que profundo, sí es cierto que vivimos en un mundo post-líquido, en el que las transformaciones, ideales y mantras se diluyen. Agua y aceite, muchas veces; agua y lejía, otras tantas. El hecho es el mismo, y, en todo caso, la generación que nació entre tecnologías se mece aún en un molde que sutilmente aniquila la capacidad de concentración. Eso provoca que la gente sea incapaz de narrar, pero más aún, de atender, de escuchar y de empatizar. ¿Será que la narración, la historia, el relato se están perdiendo? ¿Será que lo hacen el oyente, el público, el asistente? ¿O será más bien que la figura que se está evaporando es la del «narrador»?

Según muchos el verbo «narrar» viene del latín narrare (contar). Para otros, viene de la misma raíz de la que proviene la palabra griega gnosis (conocimiento). En ambos casos, todo indica que el que narra, provenga el vocablo de una u otra raíz, tiene el poder de poner en conocimiento a alguien de alguna cosa.

En mi época ya no existen narradores. En generaciones anteriores sí: eran los abuelos o las abuelas, los bisabuelos o las bisabuelas. Éstos configuraban el entramado social e intertextual del cual se nutrían los descendientes y que labraba el Mundo Propio de los futuros escritores. Pero, ¿y ahora? ¿Qué ocurre en los tiempos de «la clonía»? Por la calle vemos gente que viste igual, que sigue las mismas modas, atestiguando una ausencia de diversidad, originalidad y personalidad. Byung-Chul Han, una de las voces más autorizadas dentro de la filosofía crítica, dice que «en el infierno de lo igual no hay verdad», y es una certeza próxima que asegura que, en un futuro, los humanos podríamos perder la capacidad de saber narrar, explicar y relatar o, lo que es lo mismo, de iniciar, enseñar y convocar. Porque en un mundo sin distinción y de unión forzadas, se estaría desterrando lo diferente y, como bien dice Han, «la expulsión de lo distinto pone en marcha un proceso destructivo totalmente diferente: la autodestrucción». Todo, debido a que no se integra la negatividad que proviene de lo variado, de ese punto de vista ajeno, extraño, foráneo. En esta tesitura, en el mundo de la literatura, la problemática se engorda con formas abigarradas y convencionales de escribir. Es la llamada escritura automática, que inunda estanterías y, a decir verdad, vende: ¡y mucho! El único inconveniente es que no genera novedad narrativa, temática y estilística, no resquebraja la bóveda celeste para que el Sol ilumine diferente, no agrieta la pared para que la luz aparezca. Hay que ir, sin embargo, con sumo cuidado: no todo vale a la hora de innovar. Un cuadro en blanco puede resultar un nuevo concepto, una página en blanco también, pero le estaríamos haciendo un flaco favor a la literatura si quisiéramos expresar mediante conjuntos vacíos, ideas sin contenido. 

Revista Literaria Galeradas. Portada Liberadlo ya
Liberadlo ya

En Liberadlo ya (Israel Selassie, Editorial Adarve, 2020) se intenta estribar y poner en valor una relación a valorar: un cómo literario desde un qué dinámico. Y es aquí donde radica la teoría que dice que «historia contada no es Historia». Nos han acostumbrado a contar en lugar de explicar, sobre todo, en literatura. Una historia se explica, un cuento se cuenta, un relato se relata y una narración se narra: es cuando las historias se cuentan, cuando irrumpe la irrealidad. Y aquí es dónde hay que iniciar el movimiento: salir de la caverna, desglosar el lenguaje y unir conceptos en aras de recuperar no sólo la figura del narrador, sino de aquel que «teje las realidades y las ficciones» e instruye, con sus experiencias, al resto. Redimir al abuelo, en definitiva. Sacar al narrador de su laberinto.

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