Editoriales de poesía

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La poesía también existe y son las editoriales de poesía las encargadas de hacerlas llegar a los amantes del género, seguramente, más difícil. Pero la poesía ha evolucionado mucho en los últimos tiempos. Atrás quedaron los viejos recitadores de endecasílabos y alejandrinos consonantes que hacían estremecer a algunas mozas, quizá emulando a Cirano de Bergerac y muy posiblemente con los mismos resultados. En la actualidad, la poesía ha tomado una forma bien distinta y se ha transustanciado en algo mucho menos etéreo, más cercano. Un grito de protesta más que un susurro amoroso, un zarpazo más que una caricia y un desnudo integral más que una sinuosa forma sensual.

El viejo Bukowsky, siempre pegado a su botella de wisky o Raymond Carver, ese ex alcohólico maravilloso, cambiaron la manera de entender la poesía no hace mucho tiempo. Le dieron la vuelta a esa tortilla tan delicada y cascaron muchos huevos en el camino. Son los culpables, seguramente, de que ahora haya dos poesías: la que sigue requiriendo de fuertes dosis de insulina para ser digerida, poesía dulzona al cabo de trasnochados lectores nunca saciados de azúcares semánticos y aquella otra refundada por los mencionados maestros que se torna agreste, dura y áspera como el brandy de marca blanca. Es cuestión de elegir: Bécker o Bukowsky, Carver o Unamuno; esa es la cuestión.  

Entre las editoriales de poesía que se han decantado por esta última línea se encuentra la más valiente de todas, la que se la juega en cada novedad. Hablamos de La poesía mancha, una editorial que se mantiene, contra viento y marea, fiel a los designios del realismo sucio más Carveriano, como siguiendo a pies juntillas el manual del buen poeta realista y sucio. Esta poesía, por temerario que pueda parecer, goza de un excelente predicamento entre los más jóvenes, que han vuelto así a consumir poesía como lo hacen con los grafitis, el rap o el reguetón. Una apuesta transgresora en la época más tecnológica que ha hecho volver a los jóvenes del otro mundo a este más poético, aunque haya sido a costa de la métrica y la aliteración.

Sean cuales fueren las formas que adopte la poesía, las editoriales que la afrontan son muy valientes. Ya los son los editores de cualquier otro género, tal como anda el patio, cuanto más los que afrontan la publicación de poesía en su estado más puro, cuyo público ha sido y es muy fiel y amador pero exiguo como ningún otro.

Las editoriales de poesía que tienen que vérselas con ediciones costosas que muchas veces incluyen grabados a color, cuando no un papel verjurado y otras florituras del negocio de las artes gráficas, son muy valientes, sí; casi suicidas. Los viejos editores saben que son muchos los libros que se distribuyen y que también serán muchas las devoluciones. Por su parte, los aguerridos libreros que aún se dedican a estos menesteres saben que los libros de poesía les van a ocupar una parte de su costosísimo local, como también saben que los retornos por ventas no les ayudarán a cubrir los cuantiosos gastos que una librería genera en la actualidad.

No es amor al arte, se trata de algo mucho peor para las editoriales de poesía que siguen en pie: amor a la poesía por encima de los beneficios. Entonces, ¿merece la pena publicar poesía? No, no y no. ¿Por qué se sigue publicando, pues? Porque todavía quedan editores locos; locos por la poesía.  

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