Besos imposibles

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Por Omar Pineda

Revista Literaria Galeradas. Besos imposibles
Imposibles…

Besos imposibles
Mi nombre es Johnny y hoy se cumple un año de mi primera cita con la chica delgada, pelirroja, de enfrente, a quien hace ya buen tiempo le he echado el ojo, aunque no me atrevo siquiera a saludar dado que no paso por alto que convive con un sujeto cuyo aspecto físico y semblante inducen a las claras, sin necesidad de otra evidencia, de que se trata de un policía. Hace tiempo, en la otra vida; es decir, antes de que la segunda oleada de la pandemia atacara por todos los frentes y nos redujera a seres quebradizos, obligados a caminar las veinticuatro horas del día en casa, era común tropezarme con ella en la panadería o intercambiar miradas en la parada del bus, sobre todo después que le compré la moto a Tony. A partir de entonces me pavoneaba, de casco y chaqueta negra y, antes de subir a la Yamaha 350, pero en lugar de comportarme como miserable soldado que huye del combate, me quedaba ahí inventándome tontas excusas para observarla por el rabillo del ojo. Entre tanto ella sobresalía, fresca, acicalada, atisbando nerviosa la pantalla de la parada para verificar la hora del bus 48 y sus ojos se desviaban hacia mí, dejando un vago nublo de melancolía que asumo como enigma porque me pregunto, en modo de telenovela, si será feliz con ese poli. Las veces que el destino nos premiaba viéndonos como idiotas desde aceras distintas, yo me demoraba, revisando la moto hasta que surgía ese juego de miradas furtivas que casi siempre terminaban con su sonrisa al entrar al autobús. Eso me bastaba para transformar la dura faena de mensajero en aventura placentera. Podía sorprenderme una lluvia fría y espesa como densa cortina que me impidiera conducir, y sin embargo estaba ahí en la oficina con tan buen humor que el jefe me preguntó si yo estaba liado en drogas alertándome que eso no le convenía a la empresa. Pero Susan –entré a su perfil de Facebook y obtuve el número telefónico– es lo único que alegró mi existencia aburrida y solitaria, confinado en el apartamento que ocupamos yo y Frida, la vieja gata gris que mamá me dejó antes de morir por el virus. Pero la vida se mueve en los rincones de la casa sosteniendo el equilibrio del mundo, y fue esa noche calurosa de junio cuando decidí enviar el primer mensaje, presentándome como el vecino del cuarto piso del edificio de enfrente. No hubo respuesta inmediata. Tampoco salió al balcón para cerciorarse quién se entrometía en su intimidad y cómo había obtenido su número telefónico.

Dos tardes después se asomó con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión que luego se me hizo familiar. Y ahí estaba yo, con cierto pánico que debió haber crepitado en mi cabeza, porque ignoraba su reacción. Ella comprendió que el chico de los mensajes era el mismo de la moto. Me escrutó como si trazara el mapa de mi vida tratando de sacar algo interesante. Yo me esforcé en obsequiarle una sonrisa llena de afecto y amistad. Algo gracioso pasó porque dialogábamos a través de gestos como actores del cine mudo. Los subtítulos llegaban unos segundos después por Whatsaap. Supe que es economista, por ahora forzada a trabajar en casa, de manera que no figura entre los desempleados, diferente a mí, el primero en ser cesanteado cuando la empresa cerró. Nos comunicábamos cuando su pareja salía a trabajar, y yo –mis mensajes– como amante invisible, me colaba en su vida preguntando cosas tan obvias como cuánto le afectaba el encierro. “Bueno, cuando Xavier está de comisión por muchos días me siento mal, abandonada y me irrito. Yo intentaba recomponer la atmósfera de tristeza y como un viejo relojero reconstruí otra vida. Susan huía de una vida atrapada en contrariedades domésticas, de modo que a sus palabras de tristeza yo oponía las mías e intentábamos remediar nuestras vidas con ilusiones. Sentía que cada hora que pasábamos “juntos” respirábamos un sentimiento, lo más parecido al amor. Lógico, en los tiempos de antes, cuando se reunía con los amigos, o montábamos en bici o visitábamos a familiares, cincelamos sin saber una vida que ya no volverá. Es lo que hoy se conoce como el periodo anterior. Un día, con mirada escrutadora, me preguntó –siempre desde el balcón– por qué vivo solo. No comprendí la pregunta y por tanto me tardé en responder. La explicación habitual era que no he tenido suerte, y que soy un hombre aburrido; pero temí que asociara mi respuesta como el rasgo elemental de alguien que no le alegraría el día, así que preferí mentir. Le conté que vivía en Roma con una novia a la que adoraba y justo cuando hacíamos planes para casarnos un borracho que conducía a toda velocidad embistió la moto donde íbamos, de manera que tras pasar tres meses inconsciente, con múltiples fracturas incluida una conmoción cerebral, el día que abrí los ojos pregunté por Olga. La enfermera, casi sin voltearse, me miró fijamente para responder “ah, la chica que iba contigo… pues ella murió en el accidente”. Cuando Susan terminó de leer el mensaje, subió lentamente la mirada del móvil y experimentó un vértigo, un incierto malestar, un temblor desconocido, que me asustó; pero al reponerse se dispuso a consolarme. Desde el balcón hacía gestos de cariños, hasta que llegaba Xavier, y nuestra pasión quedaba cancelada. Pero han sido momentos estelares. Como el de aquella noche cuando ordenamos dos sushi y dos botellas de vino. Al rider que trajo el pedido lo vio gracioso: repartir dos platos iguales y dos botellas de vino para dos clientes separados por una calle. Esa tarde iniciamos la cena desde nuestros balcones, conversando por teléfono o indagando por mensajes intimidades que nos sonrojaban. Xavier por suerte estaba de comisión y llegaría al día siguiente. Animado por los efectos del vino y lo que consideré era el momento ideal para alucinar juntos las horas que hemos pasado en mensajes encriptados, le advertí que cruzaría la calle y desbordaría toda la pasión acumulada en el móvil, pero a Susan no le pareció oportuno porque temía que se apareciera Xavier y esa historia de amor terminara en tragedia. De manera que seguimos viéndonos desde los balcones. Hasta que un sábado, en el que había llegado Xavier y yo me conformé con una noche de película en mi habitación, escucho en la mañana un movimiento inusual de muebles y cajas. Me asomo y ahí estaba ella, atada a una repentina tristeza. Intenté comunicarme, pero veía el móvil y rechazaba el mensaje. Tras preguntar una y otra vez, me confesó, con prisa y nerviosa, que abandonaba el apartamento. A Xavier lo destacaron como inspector a otra ciudad, y que además ya sabía lo nuestro. Escribió eso y no me miró, mientras yo repasaba la dulzura de sus besos por mensajes. Xavier y los hombres de una empresa de mudanza sacaron en dos tandas las pertenencias. Desesperado, pregunté si había una posibilidad de vernos y de darnos un beso real, pero ella se rehusó. Me dijo que cuando llegara a la nueva casa me avisaría. Pero que, por ahora, todo quedaría como un dulce sueño en el que dos amantes coincidieron y se estrujaron a escondidas. Agobiado, sin saber qué sería ahora de nuestras tardes, le rogué por un beso real, pero ella no se movió: besos, solo por wahtsaap. Fueron sus últimas palabras. Si Susan subsiste en mi recuerdo como una borrosa sombra es porque no me he repuesto del aturdimiento que deja la soledad. Y porque cada vez que me asomo a la calle veo su balcón vacío. Me alivia que nada de eso lo he soñado porque sobre la mesita donde ella dejaba el libro queda todavía la taza de café que ella se tomaba mientras se reía de mis fantasías

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