Un microrrelato de Cristina Maruri
Y llegó un día en el que se dio cuenta de que ya no le amaba.
Fue al poner sus pies en el suelo, o mejor dicho, al meterlos en las zapatillas de felpa rosita que mantenía a un costado de su cama. Primero el izquierdo y luego el derecho.
No fue pensado sino sentido. El amor había desaparecido. Se había marchado. Suponía que lo había hecho poco a poco. Pero tampoco lo sabía a ciencia cierta. Lo que sí sabía es que aquella noche algo había sucedido, porque de él ya no le quedaba nada.
Se había esfumado como la niebla en la mañana. Desaparecido, como las estrellas en el cielo de las ciudades. Evaporado, como las gotas sobre las rocas en cualquier desierto.
Esa magia, esa ebullición, esa ilusión; ese esperar un mensaje, una llamada o ensalzar una palabra. Ese reír, esa fuerza de vivir. Todo lo que nos regala, lo que nos otorga, lo que nos embruja el enamoramiento; todo eso ya lo había vivido y daba las gracias por ello.
Pero cuán efímero había sido. Apenas tres meses de “subidón”. Apenas tres meses de relación. Una relación que podía considerarse poética; utópica. Porque poco se habían hablado, apenas se habían visto y nada se habían tocado. Un amor virtual.
Pero aunque pareciese increíble, aquello había bastado y sobrado para prender en ellos la mecha del amor. Ese amor bonito, limpio y profundo. Así lo había calificado al confesárselo a su mejor amiga; así lo había vivido. Pero lo que nunca le dijo, porque lo desconocía por aquel entonces, era que también habría de ser fugaz.
Misterio misterioso el del amor, que como viene se va.
Con la misma resignación de todos los días se puso la bata y se dirigió a la cocina, para ver si el café obraba el milagro de devolverla completamente a la vida. Porque en realidad tan sólo una parte de ella lo estaba. La otra permanecía en el mundo del sueño, que no de los sueños, porque había dejado de soñar, al menos con él.
El desayuno se demoró más de la cuenta. Porque entre la primera tostada y la segunda, había cogido su portátil. Para escribir.
Se sentía vacía. Porque solamente se está realmente lleno cuando se ama; pensaba. Pero se consolaba. Hubiera sido un problema, un grave problema. No había camino, ni hubiera tenido sentido; tampoco solución. Mucho mejor así; mucho mejor era decirle adiós.
Miró su móvil. Afuera llovía. Cambiaría los zapatos por las botas, se maquillaría de sonrisa y empezaría un nuevo día.
Que lo sería con la inconfesable y contradictoria esperanza, de que al atravesar alguna puerta o doblar cualquier esquina; él aparecería.
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