El escritor se halla inmerso en una constante búsqueda, ya sea la de un lenguaje propio, del estilo, de sí mismo o del entorno. Hay casos, como el de Thoreau, quien se retiró a una cabaña que él mismo había construido y donde escribió Walden en un periodo de dos años. El autor comulga con la ciudad, más o menos amada u opresiva. «Iré a otra tierra, hacia otro mar / y una ciudad mejor con certeza hallaré», escribió en el poema La ciudad, Cavafis. La ciudad y sus cafés, hoteles, estaciones, hospitales, comercios o puentes, en el caso de que el río transcurra por ellas. En Turín, en el Hotel Roma, se suicidó Cesare Pavese, ciudad a la que se refirió como vieja. Turín, sede de la editorial de Giulio Eunadi, que tuvo como empleado a Pavese. Una ciudad reflejada en la novela El bello verano, escrita en 1940. Antonio Muñoz Molina escribió en un artículo publicado en El País, que en Turín volvió a comprar El oficio de vivir, donde Pavese dice: «Es hermoso escribir porque reúne las dos alegrías: hablar uno solo y hablarle a la multitud». El 27 de agosto de 1950 descubrieron su cuerpo y una nota en el ejemplar de Diálogos con Leucó que tenía en la mesilla de noche. Su nota decía: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chismorreen demasiado».
En la España de finales del siglo XIX y principios del XX los cafés eran los centros neurálgicos de las tertulias. Estas eran presididas por novelistas, poetas o dramaturgos consagrados, quienes solían introducir autores jóvenes para que expusieran sus creaciones. «Vaya usted a Madrid y póngase a la cola», decía Pío Baroja a los principiantes. Otros lugares de encuentro eran el Café de Pombo, La Cervecería del Correo, el Café Gijón y el de Recoletos. En París el Café de Flore era el lugar favorito de surrealistas y dadaístas, con Apollinaire especialmente. Este establecimiento convirtió el barrio de Saint-Germain-Des-Prés en el epicentro intelectual de la ciudad, concentrando a personajes como Sartre, Simone de Beavoir, Boris Vian y a dos relevantes intelectuales como Louis Aragon y Marguerite Duras. La Closerie des Lilas fue frecuentada por Charles Baudelaire y los escritores americanos, donde se dice que Hemingway leyó el manuscrito de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. El Hotel Algonquín, en Nueva York, acogió la llamada mesa redonda del Algonquin, donde la principal animadora fue Dorothy Parker, conocida por su afilada pluma a la hora de captar el lado oscuro de la vida urbana. Una Dorothy Parker que formó también parte de la llamada Generación Perdida en París. Una generación integrada además por los escritores John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Faulkner, Hemingway, John Steinbeck, Sherwood Anderson y Scott Fitzgerald.
Hemingway, tal vez el más viajero, amante de Pamplona y sus tradiciones, acabó encontrando acomodo en Cuba, antes de regresar a su país. Ya en 1932 cambió la Gran Vía de Madrid por La Habana pero no fue hasta 1939 que se instaló en el Hotel Ambos Mundos. En 1940 se mudó a Finca Vigía, en el barrio habanero de San Francisco de Paula, donde escribió Por quién doblan las campanas o El viejo y el mar. Su frase: «Mi mojito en la Bodeguita (hace referencia a la Bodeguita del Medio) y mi daiquiri en el Floridita» ha pasado a la historia, dentro de las costumbres y las rutas por la isla del escritor. En Cuba vivió más de veinte años.
Tal vez el escritor, o muchos escritores, requieran de una rutina. Y dentro de ese refugio, en su estudio, en el hotel o en el café, el autor esboza la obra, lee algún libro, escribe o dialoga. La ciudad, impasible, le envuelve, también con sus rutinas y sus horarios, con su melodía de vehículos que transitan como hormigas, alguna sirena de ambulancia, el ladrido de algún perro en el parque. No obstante, existe algo en el escritor que le convoca a la huida, al tránsito, a cambiar de escenario. Tal vez forme parte de la inspiración o el trabajo necesario. El mencionado Thoreau dijo: «Vida ciudadana: millones de seres viviendo juntos en soledad». Tal vez también se haga necesaria esa soledad que nos conduce al silencio o esa música que escuchan los escritores cuando escriben. Como esas muchas horas solitarias que Pessoa y sus heterónimos pasaban en La Brasileira de Rossio o en el Café Aurea Peninsular, un Pessoa que imaginamos viajando en tranvía por las calles de Lisboa, hasta llegar a la Plaza do comercio, con sus terrazas, sus mercadillos y sus viejos cafés. Elementos todos ellos que forman parte del paisaje urbano. Porque como dijo el mismo Pessoa, antes de morir de cirrosis en el Hospital de San Luis: «No sé lo que traerá el mañana». Qué ciudad nos acogerá, o acaso un pequeño pueblo, de esos que se van despoblando, a donde también acuden los artistas, cuando de alguna manera, algo les repele o les llama para seguir creando, ya sea un poema o un relato. Alejarse de la ciudad para encontrarse una brisa nueva, diferente, en esa búsqueda en laque, ya dije, se ve inmerso todo escritor o aprendiz de ello, que diría Pío Baroja.
Adolfo Marchena, colaborador Revista Galeradas
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