—Antes los viajes a América se hacían en barco —le dijo su padre.
—¿Antes, cuándo?, ¿te refieres a cuando los abuelos fueron a Venezuela?
—Sí, y cuando yo fui a verles también.
—¿En serio?
Paula sabía esa historia perfectamente, pero siempre volvía a hacerse la sorprendida, para escuchar de nuevo esa aventura que le parecía fantástica. El padre volvía a contarla una y otra vez, como si no se acordara de que ya la había contado. Y mucho tiempo después, cuando ya no era una niña, Paula se dio cuenta de que él disfrutaba también volviéndola a contar una y mil veces, al saberse parte de una historia increíble, en la que él, un niño de apenas once años, era un auténtico héroe, digno de la más fascinante historia de aventuras.
—Claro —proseguía manteniendo la intriga—. En la travesía me acompañaba una vecina del pueblo, una chica joven, amiga de mi madre —el padre utilizaba la palabra travesía para darle más emoción a la historia—. Pero enseguida ya estaba yo por ahí «a mi bola» por el barco. Jugando, recorriendo las cubiertas, hablando con todo el mundo…
—Qué fuerte, papá… ¿y cuánto duró el viaje? —Paula lanzó la pregunta a la espera de la respuesta ya sabida.
—Buff… tres semanas o más, ya no me acuerdo. Yo me lo pasé pipa. Ten en cuenta que venía del colegio interno en León, la experiencia del barco era demasiado. Además, a mí ya sabes que el mar me encantaba, y me sigue encantando… me pasaba los veranos a remojo en la playa de Gijón. Solo había visto esos barcos en las películas, y ni siquiera.
Todo esto Paula lo sabía perfectamente, pero le encantaba imaginar aquellos tiempos remotos, en los que los niños iban solos en un barco, por inmensos mares, hacia inmensos continentes llenos de oportunidades y promesas. También con el tiempo descubrió que aquello no era tan remoto y lejano, pero esa es otra historia.
—Y entonces, papá, cuando llegaste a tierra, ¿qué sentiste?
—Que no me quería bajar de esa travesía.
Dedicado a mi padre.
Andrea Fernández Greciano, equipo de redacción Galeradas
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