Según las estadísticas últimamente publicadas por distintos medios, los indicadores de lectura de los jóvenes españoles no pueden ser más alarmantes: cuatro de cada diez, no han leído nunca un libro. ¿No se les sabe inculcar bien desde el hogar, desde la escuela, desde la universidad que mediante la lectura se desarrolla la imaginación y se fraguan esos sentimientos que luego hacen al hombre, HOMBRE? ¿O es que ellos sucumben ante el canto de las nuevas tecnologías de la comunicación sin que se atrevan a descubrir otros caminos de relación? La lectura parece ceder ante el empuje de las redes sociales. Es cierto que la comunicación por estos medios es recíproca e instantánea entre dos o más interlocutores, pero a veces esa relación, tan intensa con los demás, puede privarnos de la relación con nosotros mismos tanto o más importante que la mantenida con los demás.
Yo, niño solitario en muchas ocasiones, aprendí pronto a soñar, a relacionarme con terceras personas, con esos personajes, imaginarios por supuesto, que emergían de las páginas de mis libros y, también, ¡cómo no! a enamorarme… Porque he de confesaros que me he enamorado muchas veces… gracias a los libros. El primer libro que cayó en mis manos, regalo de mi madre en un día de feria, fue Ivanhoe. Aquella tarde descubrí el valor del verbo leer, que implicaba soñar, vivir mil vidas, viajar sobre el caballo de la imaginación por caminos polvorientos como el Cid o por la infinita estepa rusa acompañando a Miguel Strogoff, el correo del zar… y aprender los valores de las almas generosas y las nefastas consecuencias de las malas acciones…
Era aquel un libro de pastas duras, de colores brillantes, de un azul persistente como el de un cielo de verano y de un amarillo deslumbrante. Además tenía la particularidad de que las páginas pares eran de dibujos, de comics, lo que facilitaba la lectura, aumentaba el interés y agilizaba la imaginación infantil.
Con aquel libro, fue la primera vez que me enamoré. Mi primer y gran amor fue Rebeca, la bondadosa judía a la que yo, –y no el caballero Ivanhoe –, montado en el caballo de mi imaginación, salvaba de la hoguera. Me aficioné a aquellos libros, y vinieron luego otros semejantes, –(mi primera colección) –: Quintin Duward, Los tres mosquetero, Quo vadis?… Ben-hur. Y en esta ocasión era yo, y no Charlton Heston, el que corría con mi cuadriga de caballos blancos, en el circo romano, contra los negros del soberbio Mesala… ¿Vivía soñando? ¿Soñaba viviendo…?
Pasados unos años, me topé luego con un amigo que me ha acompañado toda la vida y que, sin duda, ha influido en mi forma de ser. Lo conocí siendo yo todavía niño y, él, golfillo de la Caleta. Me estoy refiriendo a Gabriel de Araceli, el personaje de la primera serie de los Episodios Nacionales, de Galdós. Con él estuve en el desarbolado Santísima Trinidad ayudándole a cargar los cañones contra el pérfido inglés en el combate de Trafalgar. Y con él estuve en el Madrid pre-napoleónico donde Goya vestía y desnudaba, a capricho, a la duquesa de Alba según dicen algunos… y con él estuve en los sitios de Gerona y Zaragoza, donde juntos, pueblo y ejército, luchaban contra el invasor francés. Y como él, yo también me enamoré de Inés, sufriendo los azares de su vida amorosa en medio de la guerra. Con ese imaginario amigo me hice mayor, y, todavía hoy, mantengo una estrecha amistad. Él en su vejez, y yo a las puertas de la mía, nos juntamos en algún momento y me sigue enseñando, dirigiendo de alguna forma mi vida. Él, ante aquellos tiempos que le tocó vivir, exclamaba:
“¡Aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la Patria! En cambio yo apenas puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin escéptico que te niega…”
Y yo me atrevo a apostillarle, volviéndome hacia su gastado rostro, y remedando sus palabras le confieso: “Yo también maldigo a ese politiquillo corrupto que confunde y vende a su Patria por los intereses de un día…” ¡Qué poco hemos cambiado los españoles desde entonces, señor de Araceli…!
Conforme avanzaba en el Bachiller, aumentaban mis enamoramientos dejando de ser infantiles para tomar otros colores. En crimen y Castigo, me enamoré apasionadamente de la dulce Sonia, la novia del atribulado Raskolnikov, que no dudó en renunciar a sí misma, y seguirlo a los confines de Siberia, adonde fue conducido por el asesinato de la vieja usurera… Y conocí a Marta, la novia rica de Ignacio Alvear, el protagonista de los Cipreses creen en Dios, con el que descubrí, con toda crudeza, la tragedia que había sacudido a los españoles de las dos generaciones anteriores…
Con el transcurrir de los años llegaron las lecturas obligadas en el Bachiller y, para mí, aquellas lecturas impuestas no eran “deberes”, sino nuevos descubrimientos de personajes de toda índole con los que me acostumbraba a relacionar, aprendiendo a distinguir los buenos de los malos, a los sacrificados de los egoístas, a los generosos de los avariciosos, a los hombres de deber y entrega por los acomodaticios y petulantes. Aquel profesor de Lengua y Literatura del Bachiller, al que siempre recordaré y estaré inmensamente agradecido, casi tanto como a mi madre por aquel primer libro, bajo la sempiterna amenaza de la “doña Tancreda”, una recia y bien lijada palmeta de cedro, que nos hacía leer, ¡qué digo leer! ¡recitar de memoria! –(¡Qué cosas nos exigían los profesores de antes!) –, los mejores poemas de la Literatura española. Todavía, en algunos momentos en los que necesito aferrarme a mis creencias, y cada vez más a menudo, recito para mi consuelo el arrepentimiento de Lope hecho arte:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
Luego vinieron otros, y otros, y muchos más… hasta hoy.
Decía Federico García Lorca en una conferencia en al Ateneo de Madrid, poco antes de su asesinato, hablando precisamente de Dostoievski: “Cuando Dostoievski estaba prisionero en Siberia, alejado del mundo, recluido entre cuatro paredes de madera y cercado por desoladas llanuras de nieve infinitas, y pedía socorro a su lejana familia, solo pedía: ¡Enviadme libros para que mi alma no muera! Tenía frío y no pedía fuego; tenía hambre y no pedía pan; sufría de sed y no pedía agua…”
Y Jorge Luis Borges, ese escritor argentino, candidato durante treinta años al Premio Nobel de Literatura decía: “…NO me jacto de los libros que he escrito, sino de los que he leído
Y, yo, al fin, un día, todas esas lecturas regurgitaron en mi interior y tuve que expulsarlas escribiendo. Pero entonces me di cuenta que escribir, NO es fácil. El hacer frases bien construidas gramaticalmente con palabras hermosas y exactas para que cuadren en el contexto; el describir sentimientos de tal manera que hagan vibrar las almas del lector, el dotar a los personajes de una naturaleza humana y sondear la misteriosa intimidad de cada uno, y, ponerlos a caminar en unas coordenadas de tiempo y espacio, exige un arduo trabajo de documentación, de dedicación y casi total entrega… Pero qué felicidad al masticar y deglutir todas esas sensaciones que llevan, en arduo sacrificio, al término de la obra…
Manuel Martín, escritor
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