No estaré aquí cuando tiembles, de Andrés de la Escosura

No estaré aquí cuando tiembles

Cuando alguien se detiene a leer No estaré aquí cuando tiembles, no lo hace solo para escuchar la voz del poeta, sino también para escuchar la propia. Este poemario, primer libro de Andrés de la Escosura, ha sido descrito como una obra «de miedo, de búsqueda, de aceptación, de luz». Y es difícil no coincidir.

La reseña publicada por Ze Pequeño, que divide con acierto el libro en tres movimientos, capta bien el tránsito que propone Escosura: desde la herida hasta la llama, pasando por el desierto interior. «Desaliento, desasosiego y una tenue resignación» habitan los primeros poemas, y sin embargo, esa lectura nos recuerda que incluso en los cuadros de Hopper, donde reina la soledad, hay ventanas que dan hacia la luz. Como dice el propio autor: «la vida sigue y se va abriendo camino».

En la segunda parte del libro, resuena el eco de la pérdida y la memoria. Uno de los fragmentos citados —«ni mi mano ni su hombro, lo que vivimos juntos solo se nos había prestado»— habla de ese momento devastador en que nos damos cuenta de que el amor, como todo lo humano, no es una propiedad sino un préstamo. Pero, como bien señala el análisis, ahí comienza también la búsqueda de redención.

Lo más conmovedor del poemario es que no ofrece respuestas cerradas, sino llamas. «No habrá respuestas como luciérnagas que lucen en la noche», escribe Escosura. Pero en la aceptación de esa incertidumbre se revela una fuerza serena, una voluntad de seguir. Hacia el final del libro, el deseo de volver a arder se vuelve explícito: “Que el amor sea un perpetuo combustible», reclama uno de los versos más luminosos.

La reseña de Ze Pequeño acierta al identificar ese cambio de registro: de lo sentimental a lo reflexivo, del abismo a la introspección. Y en esa evolución, No estaré aquí cuando tiembles se convierte en algo más que un poemario: es un espejo íntimo donde cada lector puede encontrarse.

Andrés de la Escosura ha logrado que su voz suene como un susurro que acompaña en medio del frío. Porque, como bien se afirma en esa primera lectura, tras la bruma siempre hay una llama que espera, y una mano —a veces propia, a veces ajena— que nos puede acompañar de nuevo hacia la luz.

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