Por Nidia Jáuregui
Levanté la cortina para ver el paisaje nocturno a través de la ventana. Apostaría lo que fuera a que allá estaba a menos dos grados centígrados; el vapor de mi respiración contra el cristal lo comprobaba.
Observé las cabañas de los vecinos tan silenciosas como si cada una guardara un gran secreto. A lo lejos unos perros se peleaban. Y entonces miré las estrellas, qué paisaje sucedía allá arriba. Uno podía pensar que todo aquello estaba quieto. Sin embargo, aún sin un telescopio se percibía un ritmo que sólo los ancestros conocían. Ensimismada en la belleza de los astros escuché que me llamaba.
—¿También buscas a los perros que peleaban? Creo que se quedaron en la cabaña de atrás-dijo acercándose a mí.
—¿Los perros? Sí, se escuchaba dura la pelea. Pero estaba viendo la noche, mira-le dije y se acercó a la ventana.
—Cuando era niño mi papá tenía un telescopio. Nos lo prestaba cada vez que había una noche de estrellas. Eso que ves ahí es Júpiter-dijo apuntando el astro con su dedo índice.
Era una noche tan fría que el mismo cielo nocturno se abría paso para encontrar un poco de calor. Lo observé contemplando el paisaje e imaginé a un niño fascinado con la astronomía en compañía de su padre.
—Ahora que recuerdo, vine a decirte que la cena ya está lista, ¿estás hambrienta? -preguntó acomodándome el gorro en mi cabeza.
—Mucho, ¿qué tal te quedó la pasta? -le pregunté besando su mejilla al levantarme de la silla.
Acomodé los cubiertos, los manteles, las copas y serví la comida. El pan olía deliciosamente a especias, y ajo.
—¿Sabes? Te quedó de lujo la cena, ahora sí que tengo hambre. Me acerqué para besarlo con la misma ternura con la que él sirvió el vino en mi copa. Le dimos gracias a Dios por la bendita compañía y el alimento. Empezamos por la pasta.
El viento golpeaba de vez en cuando los cristales de las ventanas, eran los ecos de la noche. Los perros afuera seguían ladrando y él nos sirvió la segunda copa.
—Si tomo más, tendré más hambre y ya no hay más pan condimentado-le dije riendo. Me levanté de la silla, me senté en su regazo, rodé con mis brazos su cuello, y lo besé como la espuma besa a cada segundo la orilla de la playa.
—Cuéntame la vez que te caíste del árbol en el recreo- le pedí sonriendo.
Le recogí las migajas de pan de sus bigotes con la servilleta, me rodeó la cintura con el brazo y me narró por doceava vez que cuando tenía once años los niños más grandes de la secundaria lo molestaban todos los días en el recreo, le quitaban el desayuno y lo golpeaban en los basureros. Un día decidió que para demostrar su valentía aceptaría escalar el árbol. Toda la secundaria supo del acontecimiento, y ese día asistieron todos debajo del árbol con porras y pancartas. Se ancló con el pie derecho sobre el tronco y con el izquierdo alcanzó el primer borde de una rama. Así llegó a la segunda, aún faltaba subir la mitad. Y sin que él lo advirtiera el cinturón se abrazó a una rama por la parte trasera lo cual lo impidió subir más. El impulsó lo llevó a balancease y así quedó colgado por varios minutos de los pantalones.
—Todo el mundo se quedó en silencio mientras mi pantalón se rompía, ¿te imaginas eso? Así que tuve que elegir entre esperar a que mis pantalones se rompieran por completo y cayera sin uniforme. O quitarme los pantalones y subir-decía conteniendo la risa que yo no podía guardar. Adoraba que me contara su hazaña infantil. Me acerqué a su pecho mientras me decía:
—Para mi suerte no tuve que elegir, el cinturón se reventó y con las manos busqué un punto para evitar que cayera de cara al suelo. Cuando abrí los ojos el patio estaba desértico, tenía rasguños en los brazos y la cara. El cinturón se quedó colgando de una rama, pero aún tenía pantalones. Los niños nunca más volvieron a molestarme y el cinturón se quedó ahí incluso después de que saliera de la secundaria-dijo tras besarme largamente los labios, la nariz, y el mentón. Le di un trago a su copa, y le dije:
—¿Nos vamos a la fogata? Ya no siento los pies-le dije estirando las piernas. Recogimos la mesa, lavamos los trastes y nos sentamos en el sillón envueltos con cuatro cobertores. Lo observé mirando al fuego. Los tonos rojizos se reflejaban en sus ojos color selva, y su perfil sereno es el último recuerdo de esa noche fría antes de caer en un cálido sueño con olor a leña.
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