Don Nicanor

Revista Literaria Galeradas. Don Nicanor

Revista Literaria Galeradas. Don NicanorPor Alexander Cambero

La mirada de don Nicanor Ortega ya no pertenece al reino de este mundo. En el confortable lecho mortuorio, su vida de felonías y trapisondas está atrapada entre las sedosas paredes blanquecinas del ataúd. Los variados acabados del sarcófago parecen elegantes diseños de ágiles manos helénicas. Capullos del desierto cubren la parte posterior del féretro; en el centro dos graciosos ángeles con finos collares de la mitología persa, simulan entrelazar a las aves del paraíso. La decoración de la sala tiene ribetes de buen gusto. Nardos y rosas púrpuras; claveles franceses colocados en la nave central. Una inmensa cantidad de candelabros sirve de decoración para los hermosos arreglos florales enviados desde Colombia y Holanda.

 Cuando el excelentísimo señor Arzobispo de Asunción Martín Prats inició los oficios religiosos, media sala estaba vacía. La gente había optado por el delicado entremés y un exquisito vino chileno del Valle del Maipo. La voz temblorosa del prelado fue quedándose perpleja ante tanta indiferencia. Las sillas decoradas de blanco marfil con lazos púrpuras quedaron vacías, mientras el ministro leía la palabra de Dios ante la total indiferencia de la gente. Prats había accedido a realizar los oficios religiosos debido a su entrañable amistad con el difunto, quien aseguraba que era la única amistad sincera que poseía desde los cinco años; las otras eran fruto de haberlas comprado como se hace al comprar un rebaño de ganado.

 Más que un velatorio el acontecimiento es una fiesta. Durante cincuenta años don Nicanor Ortega mantuvo al pueblo de Itapúa metido en un puño. Jefe Civil y primera autoridad. Todas las promociones de la escuela y el liceo Independencia llevaron su nombre. Los pocos hombres que habitaban la región tenían que trabajar como bestias en las cinco haciendas, tres pulperías y dos mataderos, pertenecientes al viejo malas pulgas, como lo llamaba Tomás Rivero, su único oponente. Tomás era un hombre alto de facciones pronunciadas. Ojos negros, piel morena con una enorme cicatriz que convertía su rostro en un archipiélago. Cuentan que la guerra de la Triple Alianza le dejó esta huella horripilante para toda la vida. Un ejército de irregulares al mando del comandante uruguayo Elías Letelier Rojas, lo tomó como rehén y al no lograr que este confesara la posición de sus huestes independentistas, le cortaron la cara para que siempre recordara la bandera charrúa. Aquel hombre fue perdonado por los uruguayos precisamente por ser valiente, en la guerra entre hermanos de la plata siempre se respetó al soldado que sabía defender sus convicciones sin que temblaran de testículos. Su silencio salvó la parada militar guaraní que buscaba recuperar las posiciones que rodeaban a Itapúa. En aquellas golpizas estaba la clave para conocer el misterio de un ejército paraguayo que sabía pelear desde las sombras con la estrategia de la sorpresa. Su líder Tomás Rivero supo soportar el dolor y lograr que la resistencia no perdiera la fe. Letelier le confesó a su edecán Máximo Rígeles Vivas:  a este indio lo apaleamos hasta en la madrugada y ni siquiera se orina los pantalones, es como si algo más allá de la vida lo motivara a proseguir con sus ideales. Otros ya hubieran vendido hasta a su madre. Las huestes uruguayas le soltaron en premio a su labor. Durante semanas fue buscado por sus partidarios hasta que lo encontraron oculto en una cueva. Como pudo se alistó y se puso en marcha hasta lograr defender la plaza. Paradójicamente él logró capturar al ejército de Elías Letelier Rojas, al que también le perdonó la vida, no sin antes obligarlo a firmar su capitulación. Aquel episodio devolvió la paz a Itapúa.

La pequeña ciudad conoció de sus aventuras, luchas y batallas en diversos escenarios en donde la imaginación despierta los sentimientos. Era un héroe montando sobre El Refugio, el célebre corcel negro azabache nacido en las riberas de Venado Tuerto. Cuando los niños se abalanzaban sobre el caballo la mano de Tomás, acariciaba las tiernas cabelleras de los infantes. Una amplia sonrisa iluminaba la cicatriz que al mismo tiempo servía de escudo para olvidar el dolor originado por la traición de Margarita Cuenca, su eterno amor secreto quien en un arrebato de locura había ido a parar a los brazos malolientes de don Nicanor Ortega. Aquella vieja afrenta seguía caldeando la sangre de aquel guerrero que se enrolaba en cuanta guerra surgiera, para buscar el olvido o la muerte; en suma, para lograr escapar de aquellas caricias robadas por otro. Ojalá una lanza destroce mi corazón, mascullaba constantemente. Es una hechicera, o tal vez un fantasma que se entrega como ninguna.

Margarita Cuenca es la mujer más bella de Itapúa. A su rostro angelical lo coronan unos inmensos ojos azules de penetración infinita. Cuerpo de sirena con la proximidad del pecado en cada mirada. La estrechez del busto abre las puertas de unos senos pequeños, pero jugosos que hacen volar la imaginación de todos. Mil veces cortejada, casi nadie lograba derribar aquella pared infranqueable, promesas de amor que llegan a través de pasquines escritos en las paredes. Pocos conocían su voz. ¿Será que puede hablar?, preguntaban unos. Su paso sereno y firme a la vez, es seguido por todos. Para los hombres es tener a la hembra exquisita. Las mujeres la odian y la llaman bruja. Todos están hipnotizados. Incluso la vieja Clotilde Navas asegura que todas las noches cuando la luna se llena de sangre, Margarita Cuenca vuela en su escoba trayendo desolación y muerte. Las pestilencias del ganado ahorcado junto al lodazal son atribuidas a la preciosa joven que simplemente guarda silencio. Solo las hermosas flores de ópalo acompañan su tristeza. En el fondo del alma, Margarita muerde el polvo de su derrota. Sus padres la dejaron abandonada a las orillas de un río. Nunca supo quiénes eran ni el porqué de aquella acción tan cruel. La única caricia que atesora de infancia se la daba el rocío de la mañana; su lengua nunca pronunció un papá o mamá. El rasgo fundamental de su tránsito terreno lo cobija el misterio.

Hermosa la geografía que desanda en la hondonada. Cuando los habitantes de Itapúa realizan sus extenuantes labores pastoriles, el lenguaje de la montaña lo abarca todo; el inquieto espacio de la clorofila desfila en la profundidad de la selva tupida. Es el encuentro de un mundo fascinante en donde se concibe la vida de una manera distinta. A lo lejos el centellante río Paraná corteja las rocas con sus elucubraciones de agua cristalina. Un mundo de peces de diversas formas y colores sirven de exquisitos regalos para quienes buscan alimento en los márgenes del río. Cuando el Paraná tuerce su rumbo hacia el costillar del territorio guaraní, una inmensa cantidad de flores acompaña el canto del río; junto al espectáculo de arcoiris que refulgen como ninfas encantadas encontramos a Margarita Cuenca. Su mirada peina las enredaderas, se aproxima con deliciosa cadencia al espacio estrecho en donde la esperan los apasionados besos de Tomás.

 Ella se alinea sin ropa sobre un escarpado de piedras finísimas, su pelo negro ensortijado derriba el fortín de las hormigas. Es la pasión de una venganza. Margarita que obligada por la fuerza de un cuchillo, fue ultrajada por don Nicanor Ortega, sabe que su amante no solo busca saciar sus instintos. En cada caricia que se torna violenta, va el reto al tirano dueño de la vida de Itapúa.

En aquellos encuentros sabatinos Tomás Rivero, logra derrotar a quien asesinó a su familia. Es un odio que siente la selva; la sabana entera los enfrenta y los convoca en el delicioso cuerpo de una mujer. La rivalidad le puso cuernos al amor. Don Nicanor Ortega lo entiende así y al obligar a Margarita está rasgando la herida de su oponente. La hembra deseada de todos, refugia en su lecho de senos abiertos, al par de hombres que dominan la espesura.

 Una lluvia pertinaz apura el paso de don Nicanor Ortega. Un leve cosquilleo le sube por la mano izquierda, no presta atención a la pequeña molestia: Margarita Cuenca, vale más que mil dolores. El sitio de siempre está iluminado con palmeras, la flor de los jazmines y la belleza de las pasionarias. Se aproxima y ve a la hermosa mujer detrás de un cobertizo de paja seca, siente que su corazón va a estallar cuando nota que está en los brazos de Tomás Rivero. Hondo resentimiento ante el fulgor de los amantes; su frustración era mayor ya que entendía que Margarita se entregaba de verdad y no comprada por un chantaje vulgar.

 Escuchó aquellas confesiones de amor de la muchacha, expresiones de cariño que él jamás había logrado obtener en sus encuentros. ¡Cómo desearía ser Tomás en este momento! Daría mucho de mi dinero y hasta mi vida por lograr que algún día me mirase con ojos de amor y no con la repugnancia que propicio en ella. Margarita y Tomas, escucharon el ruido pero no les importó nada; desde aquel momento habían tomado la decisión de vivir juntos para siempre. Ya estaba bueno de dejarse chantajear por don Nicanor, era el momento de librar al pueblo de ese energúmeno, pensaba Tomás. No quiero, Margarita, que lo vuelvas a ver, no soportaría saber que por temor tienes que acceder a las pretensiones de semejante vampiro. Ese hombre me produce asco, le indicó Margarita. Cada caricia suya es como revolverme en vómitos o en los excrementos de los puercos. Siento que lo odio con todas las fuerzas de mi corazón.  Esas últimas expresiones fueron escuchadas por don Nicanor, quien trata de sacar un arma pero el incesante cosquilleo en la mano se lo impide. Con el alma herida por el desamor, fue arrastrándose por aquella inmensa propiedad. Tanta tierra y yo sin la mujer que me roba el sueño. El dolor en el pecho se fue acentuando hasta que rodó por un profundo barranco. Un grupo de campesinos lo encontraron tirado en el fondo del barranco con los ojos revueltos de una lejana melancolía.

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*