Por Nidia Jáuregui.
Me dijo que llegaría a las 6 pm a la cafetería. Tal vez ella no lo note pero me senté en la misma mesa de nuestra primera cita.
—Buenas tardes, ¿desea ordenar algo? —dijo la mesera con una sonrisa.
—Todavía no, espero a alguien —le respondí impaciente.
A través de la ventana vi cómo el sol se ocultaba por entre los árboles. Me dijo que tal vez llegaría a las siete. Supongo que el trabajo la está demorando.
Recordé nuestro primer beso sentados en las raíces de un árbol. Qué linda se veía sobre el corredor con ese vestido verde. ¿Qué haré cuando llegue? ¿tendré oportunidad de besarle sus labios o sólo me extenderá su mano?
—Joven, ¿gusta que le traiga algo de beber? —preguntó la mesera sonriente.
—Sí, un té de canela si me hace el favor —respondí.
A las ocho todavía alcanza a tomar el tren. La he querido ver desde hace meses, y cuando aceptó no lo podía creer. Le tomaré su blanca mano, y le diré que tan pronto como terminamos mi vida había cambiado a tonos grises, y en primavera a veces el verde no se veía tan opaco. ¿Todavía usará ese brazalete de perlas rosadas? Le iba bien siempre que se sonrojaba.
—Señor, estamos por cerrar la cocina. ¿Desea que le preparen algo? –—preguntó la mesera.
—No, le agradezco. Todavía no llega la señorita que estoy esperando.
Me dijo que no estaba segura de este reencuentro, que para ella ya estaba todo dicho, pero yo insistí en que no. Pues no había contestado a lo que aún no le había preguntado. Tal vez no alcanzó el tren y viene caminando. Nos restan veinte minutos para disfrutar de un té de lavanda, su favorito.
Quiero mirarla a los ojos cuando le pida perdón por las palabras perdidas de aquella última vez. Quiero decirle que por las noches extraño sus historias antes de dormir abrazados, extraño tanto su risa. Quiero decirle que tuvo razón en enojarse, a veces no sé qué decir ni cómo actuar en situaciones que hoy sé que son importantes. Quiero dejar el dolor y el pasado en el cesto de la ropa de color, y volver, Dios, quiero dejar de ser sólo un extraño que la conoce de todo a todo, y volver a ser el hombre que ella decía amar.
—Señor, disculpe pero estamos por cerrar —dijo la mesera con un sonrisa que parecía más bien una débil mueca.
Salí del café, y la busqué en la acera. No había en el suelo algo más que hojas.
Nunca dijo que vendría, en realidad sólo esperé que su curiosidad por vivir una tarde conmigo después de tantos años tuviera más peso al menos esta vez, y no su indiferencia.
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