Por Nidia Jáuregui Moreno
Las paredes de la habitación estaban cubiertas de hule y plástico blanco. En la puerta había una ventada de una sola vista: de afuera hacia adentro.
—¡Te espero a las seis en la entrada del hotel! —gritaba una mujer recargada en la esquina de la habitación de Cuidados especiales del hospital psiquiátrico.
Cada viernes iba a la estación del tren y lo esperaba sentada sobre la banca frente al puesto de billetes de lotería. Caminaban por las calles y esperaban la puesta de sol en el último piso del hotel más alto de la ciudad. Veían el paisaje aéreo y terrestre tras la ventana al fondo del pasillo.
En una ocasión reservaron una de las suites para tener un poco más de tiempo después del atardecer.
—¿Porqué le tienes tanto pavor a los elevadores? —preguntó él mientras se comían sándwiches de atún.
—Un verano fuimos mi familia y yo a la Ciudad de México. Reservaron un cuarto para mis hermanos y para mí. Así que como has de imaginarte me jugaron una broma. Bloquearon todos los botones del elevador y me quedé atorada más de cuatro horas en él. Hasta que el equipo de mantenimiento vino y reparó los cables.
Después de merendar se acostaron en el suelo de la alfombra para contemplar la caída de la noche.
—Te amaré siempre —le dijo ella abrazándolo por la cintura.
El sol entró por las cortinas cuando tocaron la puerta.
—¿Hay alguien ahí? Abra ya la puerta —dijo la voz de un hombre afuera de la habitación. Ella se levantó de la cama y buscó por todo el cuarto a su acompañante; se había ido sin dejar pista.
Abrió la puerta y un hombre con aspecto duro le dijo:
—¿Cómo entró al cuarto? Va tener que acompañarme ahora. La mujer tomó su bolso y caminó hacia la oficina del jefe de seguridad del hotel.
—Usted ha estado viniendo al hotel cada viernes, se sube al último piso y no baja después de horas. Habíamos pasado por alto que entrara sin permiso, pero arribar sola una suite ya es un asunto muy serio—dijo el oficial mirándola fijamente.
—Verá oficial, ayer mi esposo y yo reservamos la habitación con vista panorámica. Entiendo que hicimos mucho ruido, pero usted entenderá nos queremos mucho —dijo ella con una sonrisa.
—Señora, usted lleva al menos dos años viniendo al hotel sola, se queda en los pasillos y mira tras los tragaluces de los pisos más altos. Todo está en las cámaras. Nunca ha venido acompañada de un hombre y ayer no fue la excepción. ¿A quién le puedo llamar para que venga por usted?
—Llámelo a él, debe estar en el bar —respondió ya enojada.
—¿Cómo se llama su acompañante? —preguntó inquieto.
—José González, ¿qué ganan al pretender que no lo conocen? Trabaja aquí, fue en este hotel donde lo conocí.
El oficial revisó las carpetas del personal hasta que dio con el nombre. Leyó el documento y en un instante se puso pálido.
—Usted no puede estar viendo al señor José González. Él falleció hace dos años, aquí mismo terminó con su vida —declaró mirándola a los ojos.
El oficial llamó al número de emergencia que se encontraba escrito en la cartera de la joven. Pasaron por ella a las tres de la tarde.
—¡Abran la puerta, les digo que me está esperando ahora mismo en la estación! —gritaba la mujer pegada a la portilla blanca arreglándose con las manos el cabello.
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