Por Nidia Jáuregui Moreno
El agua llegó hasta mis calcetines. Me detuve bajo el techo de una de las casas de una calle solitaria mientras terminaba de llover. De mi nariz caían gotas de agua que se reunían con los charcos en el pavimento. Cerré los ojos y me limité a escuchar el sonido de la lluvia.
Con los ojos todavía cerrados una voz me interrumpió:
—¿Olvidaste tus llaves? —preguntó un hombre deteniéndose en la entrada con una sonrisa. Sus ojos eran del color de la tormenta que nos había dejado a ambos completamente empapados.
—No, olvidé cargar un suéter y un paraguas. ¿Vives por aquí? —pregunté temblando.
—Sí, cerca de aquí. No parece que vaya a parar pronto el aguacero. Si no te incomoda, tengo otro suéter en mi mochila —dijo sacando un suéter verde extrañamente seco.
—Tengo frío, creo que no me incomoda —respondí poniéndome el suéter, olía a hierbabuena.
Sonreí y me quedé en silencio observando las hojas que se iban de prisa con el viento.
—Me gustan estas tardes, me hacen creer que se interrumpe el ritmo —dijo mirando el charco formado debajo de él.
—También me gustan estas tardes, con esta pausa pude escuchar los pájaros que viven sobre estos árboles. Como ese de ahí. —le dije apuntando un pequeño nido posado en la rama del árbol frente a la casa, del cual salió un pájaro de color azul.
Al compás de la lluvia se abrieron las nubes en el cielo y un rayo de sol iluminó su cara. El joven cerró los ojos y yo lo observé.
—Parece que el sol quiere que me seque antes que tú —dijo riéndose.
—No importa, me viene bien un poco de agua —le dije sonriendo. El cielo comenzaba a despejarse cuando me preguntó:
—¿Te puedo invitar una taza de té una vez que estemos limpios y secos? —dijo mientras me extendía su mano al levantarse.
—Sí, nos vendría bien una taza de té caliente —respondí con la curiosidad de saber qué pasaría después.
Llegó la calma en el atardecer; de las hojas caías las últimas gotas. Durante el camino a casa hablamos como si no fuéramos dos extraños que se acababan de conocer bajo el techo de una casa en una tarde lluviosa de verano. Quise tomar su mano y saber si también estaba temblando, aunque esta vez por algo más que el frío.
Saqué la llave para abrir la puerta, y estaba sonriendo cuando me dijo:
—¿Te puedo ver aquí dentro de unas horas?. Creo que ya estoy ansioso por esa taza de té. Su cabello estaba despeinado, aunque no ocultaba el brillo peculiar de sus grandes ojos azules.
—También yo lo estoy. Le estreché la mano como despedida y al cerrar la puerta comprendí hasta donde una tarde lluviosa puede llegar a interrumpir el ritmo acostumbrado de la vida.
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