Por Manuel Martín Hidalgo
«Otra vez el diario… Es la entrada de Sofía Tolstói retomando su costumbre de verter su vida en su diario, su más íntimo compañero, tan solo a los pocos días de su matrimonio con el «gigante» Leon. Unos diarios que abarcarán casi cuarenta y ocho años de una turbulenta vida en común, hasta unos días antes de su muerte.
A partir de ese día que escribía «Otra vez el diario, qué triste tener que retomar los viejos hábitos, abandonados cuando me casé. Solía escribir cuando me sentía mal, supongo que ahora lo hago por idéntico motivo…», le sucedieron momentos que pronto iban a comenzar a endurecer su alma joven. Porque ella amaba al hombre, y se casó amándolo de una forma casi sin sentido, a pesar de los días de insatisfacción que siguieron a los primeros momentos de felicidad. Ella sentía un profundo amor por él: «…No puedo amarlo más, pues lo amo ya sin mesura, con todas mis fuerzas, y no hay en mi interior otro pensamiento, otro deseo, ninguna otra cosa que no sea el amor que siento por él…». Sin embargo el amor del «genio», antes de usarlo, parecía ya gastado, dedicado solo a «su obra». Y que desde el primer día, desde el primer momento de convivencia ya comenzó a alejarse de ella. Y ella, encogiéndose ante su inmensa presencia, sumisa, ofreciéndose, esperando de él una palabra amorosa, una mirada cariñosa, y siempre dispuesta a soportar cualquier desprecio en su trato. Sofia solo era en ese momento una mujer plantada con su sencilla doncellez, resignándose cada día más a su tristeza, al aislamiento amoroso al que él la sometía, dejándola fuera de su círculo de intimidad: «Vivo enteramente en él y para él y a menudo me pesa saber que, en cambio, yo no lo soy todo para él».
Por la abierta ventana entra la suave brisa que trae el olor de la tierra fértil abierta en surcos, por las manos campesinas de los siervos que trabajan en la hacienda. Sofia se queda un instante quieta, dejándose penetrar por ese perfume que lleva el aroma de la vida que despierta la primavera. Entre sus manos, su íntimo compañero con el que se había sincerado volcando su dolor solitario, por la mañana, tras la noche en la que él la había visitado en su habitación. Al separarse, del deseo que de él tiene, nunca se siente satisfecha; vuelve ella a retomar la angustia de no ser amada. Enmudece, lo calla y guarda muy hondo para sí sola. Entonces, de entre las hojas de su diario cae una flor seca. A su tallo se anuda un pequeño mechón de su propio cabello, del día que cumplió… mira la fecha de la entrada: ¡diecisiete años!
Y tan solo un año después, en su retomado diario, Sofia anunciaba que había crujido su interior, que quizá se hubiera quebrado para siempre su vida. A partir de ese momento todo cambió para ella. Se rompió el hechizo, se deshizo el encantamiento de joven enamorada, dejándola un profundo dolor de desconsuelo.
Había días en los que él amanecía irascible, casi violento. Ante ella se erguía el «gigante», con su arrolladora presencia, altivo, autosuficiente, con fuego en su colérica mirada, inmenso en su humanidad, con el porte de un auténtico noble ruso, pero distante y gélido como si ese día también fuera a pasar de largo ante ella. Y ella, que presentía la tormenta próxima a desatarse entre ellos, como el experto piloto oteando el horizonte la adivina en el mar, se preparaba para afrontarla. Se había roto el equilibrio de sus almas y ella intentaba arriar velas, volverse casi invisible para que no la alcanzara la ola de odio desatada… «¿Será verdad que él disfruta cuando lloro, cuando empiezo a ser consciente de que nuestras relaciones son muy complicadas y que gradualmente nos iremos separando en el terreno de lo moral?» Y de lo más hondo de sí misma salía un grito de auxilio en su diario, ¿pero quién podía escucharla?
Y cuando se hacía la calma en su tormentosa vida, cuando llegaba de nuevo la paz y brillaba la luz de un diminuto punto de felicidad en toda Yásnaia Poliana, llegaban también las sucesivas maternidades que lo alejaban más de él: «Por voluntad de mi marido yo he dado a luz dieciséis veces: trece hijos vivos y otros tres malogrados».
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