«Rousseau o del Cinismo»
Desde que leí Emilio o de la Educación, de J. J. Rousseau, me llamó la atención el abismo existente entre su pensamiento pedagógico y la realidad de su propia vida.
Nació el autor en Ginebra en 1712 y murió, tranquilamente en su jardín de París a los 66 años, esperando la visita de algún filósofo con quien pensaba intercambiar ideas transcendentes mientras caía la tarde.
En aquella época la vida no era fácil para aquellos que no eran poderosos, ya que el abismo social entre ricos y pobres era descomunal. Hijo de un modesto relojero y de una madre que murió casi inmediatamente al parto, se puede decir que el gran filósofo y escritor se crió con sus tíos maternos, de quienes en su libro póstumo Confesiones habla con cariño, admitiendo que tuvo una buena educación en contacto con su amada Naturaleza.
Siendo joven huyó de un abusivo trabajo a París. Allí disfrutó de la protección de la duquesa de Warens quien, además de convertirle en su amante, le brindó la oportunidad de devorar su biblioteca, comenzando una profunda formación intelectual de manera autodidacta. Pudo Jean Jacques disfrutar de la belleza, del ocio, de la música, de la lectura, de la delicada comida, de la exquisita bebida y de los eternos paseos por los bosques y jardines mientras admiraba la Madre Naturaleza. Pudo rodearse de caballeros y damas elegantes, frívolos, hermosos, cultivados, viajados, conversadores y risueños que le admitieron y admiraron en los diversos salones de París. En ellos se hablaba de los reyes, del amor, de viajes, de la existencia o no de Dios, de política, de cotilleos y líos entre los nobles, de Literatura, de Filosofía, de Música y de unos pensadores revolucionarios que cada vez iban tomando más fuerza, pero que nunca pensaron que llegarían hasta donde lo hicieron. Por aquel entonces, todos esos nobles tenían los cuellos a salvo…
Jean Jacques era joven, brillante, atractivo, locuaz y muy interesante. Tenía tras de sí a muchas damas que le perseguían y pudo, en su momento, elegir a la que más pudiera complacerle, no solo para una aventura amorosa, sino también en aras del matrimonio.
Pero no fue así. Se cuenta que las mujeres cultivadas y elegantes le apabullaban y que, con ellas a solas, se convertía en un hombre asustadizo y tímido. Quizás por eso eligió o fue seducido por Teresa Levasseur, una sirvienta oronda, malencarada y bastante sucia de quien también dicen que le trataba a batacazos. Jean Jacques salía del palacio por las noches y se encaminaba hacia la casucha de su amante quien, para colmo, vivía rodeada de hermanos groseros y respondones que se mofaban a gritos del señorito.
Mientras tanto, Rousseau escribía sus famosos tratados prerrevolucionarios y cada vez era más admirado y reconocido en los círculos intelectuales. En aquella época también escribió su famoso Emilio, un tratado muy completo sobre la educación del niño compuesto de cinco libros, de los cuales el último está dedicado a la educación de la mujer. En ellos se desarrolla una propuesta pedagógica novedosa y revolucionaria y se describen las técnicas educativas según la evolución física e intelectual de cada infante. Durante ese período de tiempo, Rousseau se casa con su amante y tiene cinco hijos con ella.
«El hombre nace bueno pero la sociedad le corrompe», dice Rousseau a quien quiera escucharle. Educar es alimentar la curiosidad del niño pero sin satisfacer sus dudas, dejando que él mismo encuentre las respuestas adecuadas a través de la observación adecuada y del contacto directo con la Naturaleza. En sus cinco libritos narrados por el preceptor de Emilio, un educador humano y preparado, un hombre ejemplar se destacan tres principios educativos fundamentales:
– Considerar los intereses y capacidades de cada niño.
– Estimular en el niño su deseo de aprender, para lo que es muy importante el juego.
– Analizar aquello que el infante debe aprender en función de su desarrollo personal.
Mientras tanto, Rousseau, de acuerdo con Teresa, va abandonando a cada uno de sus hijos en la inclusa de París, sin dejar pasar ni un día tras su nacimiento, sin llegar a verles la cara, sin saber si son hombres o mujeres, sin saber si están bien formados o no y sin visitarles jamás. Está claro que no mostró ningún deseo de educarlos rodeados de Naturaleza y juegos, contratando a un preceptor, tal y como proponía en sus escritos. Sin besarlos ni alimentarlos, sin acariciarlos y sin dormirlos. No se quedó con ninguno de sus vástagos y continuó su vida con Teresa, la burda Teresa. Más tarde, llegó la Revolución y a saber qué fue de aquellos descendientes, hijos de un genio y de una sirvienta. ¡Pobrecitos ellos que jamás llegaron a conocer la caricia de unos padres ni la educación esmerada que tan bien explicaba en su Emilio!
Dicen que Rousseau es el padre de la Pedagogía, aunque yo opino que más bien es el padre de la Teoría de la Pedagogía. Es evidente que, en la práctica, fue un ser despreciable, inhumano e insensato.
A lo largo de mi existencia me he cruzado con bastantes personas en las que teoría y práctica van por caminos opuestos en sus vidas. No voy a citar nombres de personas famosas que muchos de nosotros conocemos. Tampoco voy a relatar los innumerables casos de tantas otras personas desconocidas que tienen ese comportamiento tan poco coherente entre lo que dicen y lo que practican. «Obras son amores y no buenas razones», «Una cosa es predicar y otra dar trigo», «Del dicho al hecho hay mucho trecho» o «Mucho te quiero perrito pero de pan poquito». Como reza nuestro sabio refranero español, haciendo referencia a esos teóricos que viven de manera contraria a lo que predican.
Emilio, que era y es un libro, ha quedado para la posteridad, pero los cinco hijos de Rousseau, que eran personas, es casi seguro que no conocieron la dicha de la existencia.
Eliezer Bordallo, escritora
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