Por Nidia Jáuregui Moreno
Eran cerca de las 12 cuando la alarma del horno eléctrico timbró. Sabía que era un poco tarde para cocinar panqueques, pero afuera nevaba como de costumbre en épocas de invierno, y no iba a perder esa oportunidad para consentirlo.
Él por su parte reventó el corcho del vino, después de años seguía usando la misma llave maestra y nunca lograba sacar el corcho entero.
Mientras él acomodaba la mesa y servía los panecillos puse la radio. Aquella estación nocturna siempre tenía las mejores y poco conocidas melodías. Ajusté el volumen, su brazo rodeó mi cadera.
—¿Te he dicho lo preciosa que te ves esta noche? —dijo mientras me besaba suavemente la mano. Aún después de ocho años lograba sonrojarme.
Tomó la copa, se acercó a mi rostro y brindó:
—Por ti, pues nadie más que tú hornea panecillos en la madrugada.
—Es una noche especial, ¿sabes? —dije sonriendo—. Esta noche estamos más que vivos. Me levanté de la silla, lo besé en los labios y me senté sobre sus piernas.
La cena sucedió y esta vez a los panecillos casi no les faltó sal. Sobre el cristal de la ventana se pegaban las copas de nieve.
—¿Te he dicho cuánto te amo esta noche? —me preguntó mientras me arropaba con su abrigo.
—Sí, tus ojos me lo han dicho cuando te comiste el primer bocado. Me incliné hacia adelante, tomé su rostro entre mis manos, y no sé si pasaron segundos o quizá años a la vez que lo contemplaba.
—Vámonos a la cama, tengo frío aquí —propuse aún arropados con el mismo abrigo.
Apagó las luces, se acercó a mi espalda, y el latir de su corazón se mezcló con los susurros de la nieve que caía sobre el cristal.
¡Wow! ¡Hermosa narración, Nidia!