Hace mucho que los académicos de la Real Academia de la Lengua Española limpian, fijan y dan esplendor a nuestro idioma y el de los muchos millones de personas que lo emplean fuera de España. Hace algo menos que vengo esperando que admitan algunas palabras y acepciones, muy de mi gusto, que se resisten a ser incluidas en nuestro ya abultado diccionario.
Entre las últimas inclusiones se encuentran términos como «amigovio» (Persona que mantiene una relación más informal y de menor compromiso que un noviazgo), «almóndiga» (albóndiga) o «jonrón» (en béisbol, jugada en que el bateador golpea la pelota enviándola fuera del campo, lo que permite recorrer todas las bases y anotar una carrera).
Me parece muy bien que los señores de la Academia dediquen sus horas a incluir estas palabras en nuestro diccionario, aunque pueda discrepar, como muchos, sobre la aceptación de «almóndiga» por tratarse de un defecto de la lengua, fundamentalmente cometido por los niños y los ignorantes. ¿Por qué no, entonces, admitir «cocreta»? —solo es un bulo que se haya admitido y si no pruebe a meter este término en el agujerito de la web de la Academia—, ¿por qué no hacer lo propio con «arradio» o «amoto»?, cuyo uso sigue muy extendido por extensas zona rurales de este país? No lo entiendo.
Por el contrario, existen términos cuya acepción reconocida no es de uso común: un ejemplo palmario es «pinganillo», definido por la R.A.E. como «carámbano, pedazo de hielo» cuando todos entendemos su significado como «receptor de pequeñas dimensiones que se coloca en el interior del pabellón auricular». ¿Cuándo van admitir, señores, esta acepción de una vez? «frufrú» se encuentra dentro del D.R.A.E. como «onomatopeya para imitar el ruido que produce el roce de la seda u otra tela semejante», cuando es de uso común su significado como «recipiente acabado en pistola que suele emplearse en la limpieza del hogar». Podríamos citar miles de ejemplos que corroboran la falta de criterio en lo referido a la inclusión de términos y acepciones en el diccionario de la segunda lengua del planeta tierra.
No seremos nosotros quienes enmendemos la plana a los egregios ocupantes de las sillas ordenadas alfabéticamente de la academia más ilustre, entre los que se encuentran verdaderos maestros del idioma, acaso nos permitimos darles «un toque» para que limpien de verdad el idioma y no admitan incorrecciones infantiles o términos que no emplean más que algunos modernos como «amigovio» y lo sustituyan por otros que sí empleamos de manera general que sería el caso de «follamigo».
No se trata de ir por ahí enmendando planas a distinguidos académicos, claro que no, pero convendría —insistimos— una profunda reflexión sobre los criterios de aceptación de los significantes y el uso, a lo mejor, de avanzadas técnicas estadísticas que les permitan conocer el alcance del empleo de los diferentes términos propuestos. Se trata de incluir en el Diccionario términos que se hayan vuelto comunes con el paso de los años, tanto si nos gusta como si no, pero debemos tener mucho cuidado de no llenar volúmenes tan voluminosos con palabras que solo utilicen algunos autores, unos pocos culturetas (en plural, persona pretendidamente culta) y muchos palurdos (en plural, persona rústica e ignorante).
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