Por Adolfo Marchena
El flâneur camina sin rumbo, ocioso, tal vez buscando la inspiración, descubrirse o descubrir nuevos parajes. Observando esos pequeños detalles que pueden pasar desapercibidos. Las aceras, los escaparates, las señales de tráfico, los comercios, el olor de la mañana o la tarde, el de los obradores; todo cobra conciencia en la figura del flâneur. Captando lo visible y lo invisible con los cinco sentidos. Según Anna María Iglesia: «La figura literaria del paseante, consagrada por la modernidad, representa un método de análisis crítico sobre la identidad individual y la ciudad como concepto cultura». Una cita atribuida a Bías de Priene, filósofo griego del siglo VI a. de C. dice: «Llevo conmigo todas las cosas». Tal vez el flâneur no necesite más equipaje en sus paseos y discursos internos. En ese mirar los escaparates, los objetos, las personas. Atender con los sentidos intactos cuanto le rodea. Puede que resulte un acto no consciente, algo innato en los creadores. Sin darnos o dándonos cuenta. Persiguiendo una sombra que nunca se alcanzará. Así un día tras otro. La ciudad como territorio indispensable para nuestros paseos.
La figura del flâneur apareció a principios del siglo XIX por los bulevares y pasajes de un París que se modernizaba. «Buenas piernas, oído fino y vista aguda son sus cualidades, pero quizá el flâneur hoy represente algo más: un peculiar ejemplo de solitaria felicidad», expone en la contraportada del libro de Louis Huart, Fisiología del flâneur, publicado en 1841. Uno de los intentos más precoces de fijar su arquetipo. El autor nos muestra con gran humor quién era y cómo vivía ese hombre a quien Balzac definió como el único «verdaderamente feliz en París». Otros dos grandes libros de ética flâneur, anteriores al libro de Louis Huart, son El peatón de París, publicado por primera vez en 1936, de Leon-Paul Fargue y Paseos por Belín (1929), de Franz Hessel. Ambos hablan de días de vagabundeo por distritos de los que nunca hemos oído hablar. De noches de juerga en cabarets, de suburbios imposibles de encontrar o de tardes perdidas en grandes almacenes. El filósofo José Sánchez Tortosa afirma que: “La libertad del flâneur se ejerce sobre el conocimiento de que toda finalidad es, en mayor o menor grado, imposición de sentido y dependencia, sacrificio de la frágil eternidad del presente (´carpe diem´). Vagar sin rumbo en la materialización de la libertad, que sólo es posible como liberación de toda finalidad”.
La palabra flâneur en francés significa paseante. Venía vinculada a Walter Benjamín, filósofo que exigía más paciencia de la que teníamos en esa época. Y, seguramente, en esta, asomada continuamente al abismo. En los prerrománticos, los románticos y los posrománticos (Rosseau, Wordsworth, Friedrich, Stiffer) el paseo se considera algo así como el camino de la revelación», explica Muñoz-Millanés. Una de las insignias clásicas de la flânerie es El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich, cuadro en el que un montañero se asoma a un paisaje alpino.
Baudelaire es otro nombre que aparece cuando se habla de flâneurs. Esto, unido a su inseparable dandismo. Considerado como una de las figuras claves del simbolismo, del «malditismo» y la bohemia. Sólo vivió 46 años pero su vida fue vertiginosa. “Pero los verdaderos viajeros son los únicos que parten por partir; Corazones ligeros, semejantes a los globos, de su fatalidad jamás ellos se apartan, y, sin saber por qué, dicen siempre: «¡Vamos!». Además de Baudelaire, Edgar Allan Poe lo hizo también en su cuento El hombre de la multitud. Dos artistas de diferentes disciplinas practicando la flânerie. Samuel Beckett vagabundeaba por las calles, con su buen amigo Alberto Giacometti. Marcel Duchamp iba paseando por Broadway totalmente absorbido por la ciudad momentos antes de adquirir el urinario que se convertiría en una discutida obra de arte. Músicos como Lou Reed o Nick Cave dedicaron canciones a estos paseantes urbanos y amantes de las grandes urbes.
¿Quedan flâneurs en el siglo XXI? Edgardo Scott, editor, escritor y traductor, publicó en 2019 el libro Caminantes, cuyo subtítulo es Flâneurs, paseantes, walkmans, vagabundos, peregrinos. Por su parte, Antonio Muñoz Molina publicó Un andar solitario entre la gente, confeccionado con titulares y recortes de prensa, anuncios y eslóganes publicitarios, conversaciones escuchadas en el metro o reflexiones sobre las imágenes que recibimos. «Uno sale a la calle, mira el espectáculo de lo inmediato y piensa ¿cómo se registra, cómo se cuenta todo esto? Ese es el impulso más poderoso que puede sentir un creador», afirma Muñoz Molina.
Diferentes circunstancias hacen que el concepto de pasear de una manera contemplativa nos resulte ajeno. El teléfono móvil, los horarios ajustados, las responsabilidades y rutinas. Me acojo a la frase de Louis Huart, quien dice: «Porque durante mucho tiempo caminé sin rumbo, y en adelante espero seguir haciéndolo todavía». Baudelaire, volviendo a este autor ya citado, declaró que el arte tradicional era inservible ante las transformaciones de la modernidad. En la actualidad, asistimos a cambios de todo tipo, incluso morales, donde la dificultad para desempeñar el «oficio» del flâneur se hace evidente. Toda limitación impide el desarrollo de la búsqueda de nuevos lugares, actividades o curiosidades. En una época donde el confinamiento se ha hecho necesario, hemos (algunos) aprendido o rescatado nuevas sensaciones, nuevas búsquedas, seguramente, cuerpo adentro. Sea como sea, hablo en primera persona, se hace necesario alejarse de la ciudad cuando ya no nos habla, cuando no dice nada. Trasladarse, entonces, mudarse, para aclimatarse de nuevo en otra ciudad, en otro espacio repleto de avenidas, calles, comercios, tugurios y grandes almacenes. Todo por descubrir. Siguiendo la estela de esa contemplación que se digiere infinita. Captándolo todo, deteniéndonos y avanzando, descubriendo ese sentido que nos aporta la creación en cualquiera de sus campos.
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