Hannah esperaba inquieta sentada en un cochambroso asiento habilitado para la ocasión. Había estado allá un montón de veces pero jamás podría acostumbrarse a aquella silla tan destartalada, a aquella mesa de madera llena de arañazos y a aquella estancia tan fría e inhóspita incluso para ella. Vestía sus mejores galas: un traje de falda y chaqueta azul marino bien ceñido – remarcando su enloquecedora silueta-, de etiqueta, que conjuntaba a la perfección con sus profundos ojos de cielo, y unos zapatos de charol de igual color, resplandecientes, con unos tacones de infarto . Una blusa blanca de cuello amplio y abierto dejaba entrever sus maravillosos aunque no muy protuberantes pechos. Se sentía satisfecha. Su conciencia estaba tranquila porque sabía que había hecho lo necesario para que no se hubiera llegado hasta aquella situación pero, como era de suponer, no dependía de ella la decisión del juez ni la del jurado. Su respiración era lenta, pausada, dejando que el aire enrarecido de aquel lugar tomase al asalto sus pulmones para darle del valor suficiente para hablar con Mary, su compañera y cómplice en aquel juego mortal que habían perdido.
Tardaba, aunque aquello era más que habitual en aquella penitenciaría de alta seguridad en la que se encontraban. Para matar el tiempo (gracioso término el de matar), dirigió su mirada hacia el patio exterior a través de una ventana de cristales resquebrajados. Una rejilla interior al vidrio impedía que sus trozos se esparcieran sobre el suelo de terrazo desgatado de la sala de entrevistas. Otra reja, esta vez de grueso y oxidado hierro, disuadiría a cualquiera de las reclusas a intentar nada para escapar de su cautiverio. Observaba su sucio reflejo y se sentía preciosa con aquella ropa, con aquel maquillaje, con aquel peinado a la última moda. Asentía con la cabeza, orgullosa y complacida de lo que había conseguido. Tras el cristal, en lo alto del muro que fortificaba y delimitaba el patio de la penitenciaría, una paloma con el vientre tintado de negro parecía observarla con curiosidad. Giraba el cuello de un lado al otro, rítmicamente, sin perder un solo detalle de aquella mujer. Ambas quedaron hipnotizadas por sus respectivas miradas hasta que, de repente, desde detrás del ave apareció un halcón(o un aguilucho o algo por el estilo, que Hannah no tenía ni idea de esos bichos) que le dio caza sin darle la más mínima oportunidad de escapatoria. La mujer se sonrió. Para ella se había hecho justicia. La gente, la estúpida e incauta chusma de la que se veía rodeada en todo momento, creía que las palomas eran el símbolo de la paz o la representación del Espíritu santo (que a todos los efectos lo mismo daba), cuando no eran más que unas asquerosas ratas con alas que no hacían más que ensuciar las calles, los edificios y los monumentos, además de ser transmisoras de mil y una enfermedades contagiosas. Sí, el halcón (o el aguilucho o lo que narices fuera aquello), había hecho un gran favor a la humanidad. Pensaba que, a otro nivel, entre los humanos, ocurría lo mismo; que quizá, solo quizá, aquello que se aparecía como bueno y justo, no era más que una tapadera con la que enmascarar la infamia. Creía a pies juntillas que así era en su caso y no quiso darle más vueltas porque, entre otras cosas, apareció Mary por la puerta custodiada de dos carceleras a las que conocía más que bien.
—Toma asiento —le invitó, extendiendo cortésmente los brazos—. Estás hecha un guiñapo —intentaba, con poco éxito, calmarla—, todavía más que de costumbre, sudorosa, sin arreglarte ni maquillarte….
—Sí, no he dormido muy bien como podrás suponer. ¡Hoy es la ejecución! —sollozaba—. ¿Es que no te das cuenta, joder?
Hannah, con estudiada desenvoltura indicó a las guardias que se retirasen algunos metros para que pudiesen hablar con entera libertad abogada y cliente. Ellas accedieron; aunque no era lo más correcto las dejarían en paz ya que en tan solo unas horas una inyección letal acabaría de una vez con la sentenciada a la pena capital.
—Claro que me doy cuenta, más que tú, pero ya está todo decidido y no hay vuelta de hoja.
—Ni siquiera has intentado que se repitiese el juicio por más que insistí. Se podía haber buscado celebrarlo en otro estado donde no hubiese pena de muerte. Está visto que te doy igual. ¿Por qué me has hecho eso? ¿Es que no me aprecias en absoluto?
Hannah se levantó como un resorte al tiempo que daba un par de golpes en la mesa con las palmas de sus manos, iracunda. Las carceleras hicieron ademán de acercarse pero de nuevo les indicaron que permaneciesen donde estaban, que no era nada, tan solo una pequeña discrepancia.
—Me tienes hasta el coño con tus gimoteos. Desde que empezamos con el juicio no he oído de tu boca más que chorradas tras chorradas. Me dejé convencer porque eres amiga de toda la vida y por nada más. Te dije desde un principio que el delito había sido el peor que este estado puede contemplar: matar a un marido, por muy hijo de la grandísima puta que fuese. Te dije que sería muy complicada la defensa y mucho menos con esos seis hombres del jurado…
—Hombres sin piedad… —le cortó.
—Ya, y seis mujeres, no te olvides-sentenció la otra.
—Ellas deberían de estar con nosotras. Era un maltratador y un delincuente. Se merecía lo que le pasó y más. Las mujeres nos deberíamos de apoyar.
—Sus defectos no le constaban a nadie, y aunque así fuese, no puedes comparar lo que él ha hecho con asesinarlo a sangre fría. ¿Por qué habrían de apoyarnos? ¿Porque son mujeres y tienen un coño entre las piernas? Permíteme que te diga que si hubiesen actuado así no hubiese sido justo. Ser blanca entre blancas tampoco ha servido de nada. Aquí no han visto más que a una pareja de jodidos White trash (basura blanca), a los que odian más aún que a los putos negros, porque son una vergüenza para ellos, un deshonor, porque roban, porque atracan licorerías para bebérselas hasta caer desfallecidos en cualquier cuneta, y cuyos hijos, sucios y maleducados, son la peor de las compañías para los suyos. Pues sí, ha prevalecido la costumbre, la ley de Dios que rige en este estado y que se ha vulnerado. Cuando una mujer se casa lo hace para siempre, para bien y para mal y si no le conviene, pues se va, así de sencillo. Si no, ¿qué sería de la tradición?
—Creí que movilizando a la opinión pública hubiésemos ganado algo.
—Solo que se reivindiquen más en su postura, ¿es que no lo ves? Se ha cometido un crimen atroz y no hay escapatoria.
—Pareces contenta con mi pesar.
—Quizá lo esté —la miró desafiante—. Quizá piense en el fondo como toda esa gente que ha dictado sentencia. Toda mala acción merece su castigo.
—Eres muy cruel.
—En absoluto. Si por mí fuera no hubiese habido juicio. Dios dicta sus normas y se han incumplido a sabiendas de lo que implica. Sin embargo no sé cómo me convenciste para que peleásemos. Supongo que en el fondo siempre albergo un atisbo de inútil y dolorosa esperanza. Se ha hecho lo mejor que se ha podido y nos han vencido. Nada más hay que decir. Se acabó lo que se daba.
Mary se desplomó encima de la mesa, llorando. Estaba desesperada. Nada de lo que le dijese la ablandaría y esa tarde habría de ir a la sala de ejecuciones para que acabasen con una mujer que solo se había defendido del más despreciable de los seres en aquella caravana de mala muerte en la que ambos vivían con sus cuatro hijos a los que no podían atender ni mucho menos mantener. La joven-que Hannah apenas alcanzaba los 25 años de edad-se inclinó sobre la mayor. Le acarició el cabello alborotado, esbozó una triste sonrisa de consuelo e intentó buscar de sus adentros algunas palabras que le reconfortasen.
—No te preocupes más, niña mía, todo será muy rápido y ni te vas a enterar. Después ya no tendrás más razones para el abatimiento, ni para la tristeza, ni para el odio. Será el fin, un final indoloro que satisfará a todos o a casi todos. Deberías de estar contenta –le besó la coronilla en señal de despedida-, porque los niños ya tienen familias de acogida. No soy tan de piedra como tú te crees, de verdad, es lo mejor para ti.
Esta vez en lugar de alejarles, las atrajo hacia sí. Las funcionarias se acercaron y entendieron que la entrevista había terminado. Cogieron a la mujer mayor con extrema delicadeza, la levantaron y se la llevaron medio arrastras, prácticamente en volandas.
—¿Me abandonas…? —fue lo último que atinó a decir.
—Sí, te abandono —sentenció mientras miraba por el ventanal los restos sanguinolentos de la paloma con un rostro de pedernal—. Quien la hace la paga…
Todavía no era la hora de la cena, pero Hannah se deleitaba con aquel banquete que tenía ante sus ojos. El salmón al horno con guarnición de verduritas de temporada y salsa de mostaza le estaba encantando, sobre todo bien regado con el mejor de los tintos franceses. Para ella aquel día era una especie de fiesta porque bajo su criterio se había obrado con ecuanimidad. Levantaba la copa y en el reflejo del cristal podía verse tan deslumbrante como realmente estaba. Se arreglaba el cabello, se repasaba el maquillaje, dejaba que los vapores del vino la embriagasen y adormeciesen. Cuando estaba terminando, más que satisfecha, levantó los ojos hacia el reloj de pared que parecía vigilarla. Tenía una cita ineludible con su amiga y no quería perdérsela por nada del mundo. Se sacudió la falda, se ajustó la chaqueta, se abotonó la blusa e, inspirando con fuerza, se dirigió a aquel salón.
—Quien la hace la paga —se repetía.
Allá se encontraban decenas de curiosos y centenares, por no decir miles, de periodistas. Los sonrió y buscó a su compañera de aventuras. Sí, allá estaba, esperándola. Se acercó a ella y se fundieron en un ardiente abrazo.
—Vamos, ten valor. Un último esfuerzo y todo habrá acabado.
Resignada, Mary asintió con la cabeza. Una inyección letal, inoculada diestramente, sería el inicio de una nueva vida, quizá en el infierno, ¿quién sabe?
Sonrieron cuando vieron acercarse a una mujer, mezcla de carcelera y enfermera, con una jeringuilla y demás bártulos en la mano. Tomó del brazo a la condenada y la introdujo en aquel habitáculo transparente para que nadie se perdiese el dantesco espectáculo. Se tumbó sin ofrecer resistencia, saludó con la mano a la concurrencia y se dejó hacer sin más.
Al menos, después de una miserable vida de privaciones, palizas, maltratos y vejaciones en aquella apestosa caravana junto a aquel desgraciado, había conseguido por un solo día algunas cosas que nunca tuvo: vestirse, maquillarse y peinarse como siempre soñó, comer salmón y beber buen vino, y conseguir del gobierno que ella, Hannah Nicole Smith , tuviese como verdugo a una mujer.
Fernando García Siles, autor de Alina (Editorial Adarve, 2017)
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