Por Gracia López Esteban
Capítulo I
Desde la ventana de la habitación las palmeras, cimbreantes sus troncos, dejan ver a intervalos cortos un intenso mar azul sólo interrumpido por la blanca espuma de sus acompasadas olas.
Los edificios asomados, de paredes blancas, recuerdan los tiempos coloniales, tiempos de prosperidad y convulsión.
Los salones de la mansión están encalados, con desperfectos y ronchones causados por el tiempo.
Los ventiladores giran adormilados, como cansados por el calor. El señor César, vestido con camisa blanca y corbata negra, da órdenes a los criados, advirtiéndoles de una visita que llegará al mediodía.
Los años pasados en aquel remoto lugar del mundo han comenzado a hacer su efecto y unas tímidas canas asoman en sus sienes. Es joven, pero la vida no ha sido fácil. Son tiempos complicados y los asuntos diplomáticos exigen mucha atención. A pesar de todo, su carácter afable siempre hace asomar a su cara una sonrisa.
La señora de la casa, nerviosa, da vueltas ordenando los platos que constituirán el almuerzo, indicando a los criados el orden en que deben servirse. No en vano se trata del embajador de Cispania en la República Sabadiana y del ministro para los Asuntos Externos con sus respectivas esposas. Y un honor así no se tiene todos los días.
La vajilla elegida, después de mucho pensar, será la blanca con dibujos azules heredada de la familia de la bisabuela. El largo transporte hasta allí ha dejado en ella algunas huellas. Hay algún plato desconchado y tazas con las asas rotas.
Jasmine se ha puesto el vestido de cuadros con su sombrerito rosa. La niña tiene una personalidad que llama la atención, porque todavía no ha cumplido los cinco años pero ya sabe lo que quiere. Va y viene esperando el momento de preguntar a su madre: « ¿Verdad, mami, que el agua de lluvia hará crecer mi cabello?». Y es que en cualquier momento puede caer un chaparrón aunque no es época de aguaceros. La niña lo sabe muy bien.
Como no encuentra respuesta, coge su muñeca y la lleva arrastrando por el suelo hasta la habitación contigua.
El saxofonista negro, que ya ha actuado en otras ocasiones, ensaya. Va vestido con sombrero, chaleco y camisa oscuros que resaltan aún más su negritud. La música corre por las venas de aquel pueblo que, obligado a sufrir, la siente como la misma sangre.
María Josefine, la esposa del señor César, como anfitriona no tiene parangón. Estrena vestido, la ocasión lo merece. Así de atildada parece aún más pequeñita. Se mueve con rapidez y nerviosismo, como si la visita le produjera una especial inquietud.
Su rizado cabello cae en tirabuzones rubios sobre sus hombros, dando la sensación de que éstos no pudieran soportarlos. Mira a su alrededor inspeccionando todo con sus enormes ojos verdes, algo desproporcionados en relación a su hechura.
Con sus manos pequeñas y delicadas ayuda al servicio. Son las mismas que con ternura abrazan a su hija.
Doña Consorcia le decía siempre que tenía dedos de pianista. Sin embargo, María Josefine tiene una personalidad y voluntad firmes. Podría decirse de ella que es testaruda como su padre.
Un olor a yuca, plátano y carne invade la atmósfera y hace de la casona un hogar.
Los empleados del cuerpo diplomático tienen servicio, y en casa de los Villanueva está formado por un ama de llaves llegada de una aldea cercana a la finca y cuatro criadas más. Una de ellas, Leila, está destinada al cuidado personal de la esposa del funcionario y de su hija. Se la cedió su suegro cuando supo que iba a ser madre y nunca se ha separado de ella. Es su más fiel compañera.
Cada mañana ayuda a las dos mujeres de la casa en el baño, el peinado del cabello y la ropa.
La que más manda se llama Hermila. Está un poco entrada en carnes pero es joven y su piel oscura es tersa. No puede decirse que sea hermosa pero tiene la lozanía de la juventud.
La señora tiene celos porque sus movimientos son desinhibidos; tiene una frescura que a ella le falta. Además goza de la confianza del señor a pesar de haber llegado a la casa hace poco tiempo.
María Josefine fue educada en una familia conservadora de una pequeña ciudad cispaniense, Villar de las Peras, a donde se trasladaron sus padres después de su casamiento.
Aquella sociedad provinciana asfixiaba a las niñas con prohibiciones y buenas dosis de hipocresía. Las mujeres debían comportarse con discreción, no levantar nunca la voz, pasar desapercibidas, no reír a carcajadas…
Ella ha procurado no hacer lo mismo con su hija, que está creciendo más libre también por la influencia de la sociedad sabadiense impregnada de tropicalidad.
Sus padres, burguesitos educados, tenían más prejuicios que los señores de rancio abolengo del lugar. No siendo adinerados de cuna, habían llegado a formar parte de la élite local a partir de su debut en el mercado de las conservas.
Consorcia Padilla nació en la escuela de Quintanilla de la Colina. Ya es sabido que los maestros no solían ser precisamente ricos pero, a cambio, gozaban de la posibilidad de enseñar a leer y escribir a los suyos. Así, la niña pronto fue capaz de hacer cuentas, sabía dónde estaba su pueblo y su país en el mapa y recitaba las tablas de multiplicar en voz alta por los pasillos de la modesta casa.
Su madre había tenido once partos de los cuales sólo le vivieron ocho niños. Consorcia era la mayor. Eso marcó su infancia porque los cuidados de sus hermanos quedaron siempre a su cargo cuando la mamá enfermaba. Por esta razón creció en la responsabilidad y la abnegación.
Cuando Luis Padilla la conoció era una joven de tez muy blanca, ojos negros y boca bien dibujada. Su cabello era oscuro y los rizos le caían en bucle en torno a sus sienes. Tenía una belleza fina, como se decía en el pueblo. Había quien la llamaba la Virgen María por su rostro angelical.
Muchos fueron los que la pretendieron pero a todos les dio largas. Sin embargo, la primera vez que vio a Luis se enamoró de él.
El padre, don Amancio Padilla, era un agricultor modesto. Cultivaba para comer. Lo poco que le sobraba lo vendía a las familias de Quintanilla. En una visita de aquéllas su hijo conoció a Consorcia y quedó prendado de ella al instante.
El joven Padilla también había ido a la escuela. Era un chico despejado, capaz de llevar adelante cualquier proyecto que se propusiera con trabajo y tesón.
Tres meses después la boda estaba en marcha. Fue sencilla, porque los posibles de las familias no eran muchos. Consorcia llevaba un lindo vestido de tul con un precioso velo que tapaba su rostro. En la mano, un ramillete de azahar de un blanco inmaculado. ¡Verdaderamente parecía Nuestra Señora en las pinturas de Murillo!
Después de casados, don Luis Padilla tenía el firme propósito de mejorar su condición y darle a su esposa todo aquello que merecía. Más aún cuando recibió la maravillosa noticia de que iba a ser padre.
Nueve meses más tarde, ni más ni menos, nació María Josefine que vino al mundo fácilmente para alegría de sus progenitores.
Ese fue el acicate definitivo para arrancar con un negocio, hasta entonces no conocido, de verduras enlatadas. Por novedoso, fue un rotundo éxito desde el primer día.
Don Luis sabía que asumía un gran riesgo al cambiar el modo de vida que el padre le había enseñado en el campo, pero fue valiente y lo llevó adelante con energía y convencimiento.
Se hizo con un pequeño almacén en una callejuela de poco tránsito, en Villar de las Peras. Instaló una cadena de limpieza, envasado, enlatado y etiquetado de productos de la huerta. Contrató paisanos por poco dinero y aquello empezó a subir como la espuma.
Un local de la plaza Mayor del pueblo fue su primera tienda. La atendieron la madre y María Josefine en cuanto tuvo uso de razón.
Cada mañana acudían a su puesto las dos féminas, vestidas con sus hábitos recosidos y limpios. Las amas de otras casas, deseosas de verlas en su salsa, no se perdían la ocasión de visitarlas.
Los domingos, cuando se formaba la fila para comprar churros, todos comentaban que Consorcia y María Josefine despachaban los productos envasados. Aquel encuentro de medio pueblo en la plaza era lo más parecido a una tertulia de casino. Se repasaban las vidas de los que no estaban presentes y, sin saberlo, el cotilleo ayudaba a que los Padilla prosperaran.
Poco a poco los clientes fueron aumentando, los ingresos engordando. El señor Padilla abrió una sucursal en Valdeamor, a pocos kilómetros del primer establecimiento. Allí colocó a su primo Severino, de confianza.
Una vez funcionaron esos locales, se inauguró un tercero. Así hasta tener un número tan elevado que ya no podía controlarlos solo. Fue necesario contratar un secretario para llevar las cuentas.
Cuando las arcas se llenaron, los Padilla pasaron a formar parte de otra clase social. Las mujeres dejaron su puesto de cara al público. Sus vestimentas cambiaron. María Josefine empezó a estudiar en un colegio de «señoritas bien» en la capital del país. Como se encontraba lejos de casa fue necesario que se instalara en una residencia de jovencitas.
Al principio le costó un poco adaptarse a la vida del internado, pero pronto su carácter de pizpireta le granjeó la aceptación de las chicas. Las jornadas de estudio eran largas, sin embargo siempre había tiempo para las confidencias y, al paso de los meses, se había hecho con un grupo de amigas que prometieron serlo hasta el fin de sus días. Una especie de asociación para el mantenimiento y la salvaguarda de la amistad.
Poco a poco se fueron abriendo puertas. El acceso al casino, que estaba reservado a los personajes influyentes de la zona, también se permitió a don Luis Padilla. Muchas tardes tomaba café y participaba en tertulias de hombres con un puro en la boca, importado de Guarana.
Lorenzo Villanueva era uno de los tertulianos con más solera. Lo miró con recelo la primera vez que se encontraron pero, poco a poco, fue naciendo entre ellos una buena amistad, a pesar de la notable diferencia cultural.
Era un caballero en toda la extensión de la palabra. Tenía un porte elegante, hasta podría decirse que altanero. Sin embargo era buen amigo de sus amigos. Una vez que entraba alguien en su vida ya se quedaba para siempre.
Al comienzo del verano, cuando las temperaturas empezaban a subir, el casino se convertía en refugio, también a la hora del vino. El primer domingo de junio se servía un aperitivo especial para dar la bienvenida a la estación.
Ese año, como todos desde hacía un lustro, Lorenzo Villanueva asistió fiel a la cita con sus conocidos, ocasión que aprovechó don Luis para ofrecerse a aprovisionar a su amigo de alcachofas en vinagre para la multitudinaria fiesta que estaba organizando. El motivo era la celebración de la finalización de la carrera diplomática de su hijo César, el mayor.
Esto le valió como aproximación a aquel clan. El señor Villanueva, como no podía ser menos, lo invitó a su casa y, con él, a su esposa e hija. María Josefine estaba de vacaciones del internado y había vuelto a pasar unos días en el pueblo, así que la ocasión venía como anillo al dedo.
Ni que decir tiene el desconcierto que este hecho provocó en las señoras, sabedoras del nivel de aquellos eventos. Había que ponerse manos a la obra, sin pérdida de tiempo, a la búsqueda del modelito adecuado.
Revolvieron entre las revistas que tenían todas las amigas y confiaron la misión a una modistilla de mucha experiencia y poca clase.
En unas semanas los vestidos estaban listos. Sólo quedaba esperar que llegara el día para lucirlos.
Los Padilla llegaron a la hora adecuada, ni muy pronto ni tarde, como mandaban las normas de cortesía. La mansión estaba alejada del villorrio, rodeada por un gran jardín perfectamente cuidado. De él se encargaba el servicio que estaba formado por un buen número de personas. Todos vestían esa noche de negro, con guantes blancos relucientes.
Bien iluminado, el palacete daba impresión de ser un lugar mágico. Los coches de los invitados paraban en la puerta para que las señoras bajaran. La hija de los dueños de la conservera se había puesto el lindo vestido blanco con bordados calados. Parecía una muñequita con su pelo recogido en un airoso moño.
La señora Padilla estaba algo menos favorecida pero muy feliz. Don Luis, estirado para parecer más alto, vestía traje oscuro y se había colocado el sombrero que le regalara un primo venido del continente del otro lado del mar, que le hacía parecer el capataz de una plantación de café.
Subieron la escalera con aire sorprendido y cara de agradecimiento por la gran oportunidad que les habían concedido de codearse con lo mejorcito de la sociedad local. Al final de ella los esperaban los anfitriones.
El joven César Villanueva miraba a María Josefine. Le parecía una joven bonita y educada. No resultaba difícil la conversación entre ellos, así que pasaron las horas en animada charla. Luego vinieron los bailes en los que la niña se desenvolvía perfectamente, no en vano, en el colegio, su educación incluía clases de danza.
El éxito de la fiesta fue indiscutible. Las alcachofas pusieron una nota especial. Don Luis recibió felicitaciones y compromisos de futuros negocios. Todos volvieron contentos, unos por unas razones, otros por otras.
Aquella noche la hija de los Padilla no pudo dormir, impresionada por las emociones que había vivido. No dejaba de imaginar cómo sería el picnic con César en el río. Él se lo propuso en un paso del vals y ella aceptó sin pensarlo en el siguiente paso.
No era un hombre guapo, pero tenía encanto y era muy educado. Sobre todo tenía aire de buena persona.
El día de la cita amaneció espléndido y soleado. Su madre le preparó un almuerzo a base de tortilla de patata y aperitivos. Puso también pastelitos hechos en el horno del pueblo.
Cada mañana la criada iba con una gran bandeja de moñiguitos envueltos en huevo para, al atardecer, recogerlos bien tostaditos y esponjosos convertidos en magdalenas, buñuelos y cosas por el estilo.
A buena hora, cuando el sol acariciaba sus caras, dieron un paseo por la ribera del río. Era un ambiente adecuado para contarse sus vidas. César estaba a la espera de un destino donde empezar su profesión. Ella iba a continuar en el internado un año más para acabar su formación. Una conversación, en fin, poco comprometida. De ésas que ayudan a romper el hielo.
Después llegó el tiempo de la comida y todo fue encadenándose con tranquilidad y parsimonia, como si se conocieran de siempre. Siendo los dos vecinos de Villar de las Peras no se habían visto hasta entonces por vicisitudes de la vida. María Josefine había omitido que sí había oído hablar de los habitantes del palacete. No era menester recordar que sus orígenes eran muy humildes, la tienda de la plaza Mayor y todo lo demás…
Por otra parte el joven había pasado media vida fuera, entregado al estudio. Adolescente, su padre lo envió a la capital para que se formara en la profesión de diplomático que había sido, también, la del abuelo.
El chico se había sentido desplazado de la familia. La relación con sus padres fue escasa pero era bienmandado y nunca puso en tela de juicio los proyectos que para él había trazado el progenitor.
Muchas noches en silencio lloraba su soledad, la falta del cariño de su madre o del apoyo del padre. Pero nunca protestó por ello.
Como mandan las normas de cortesía, tocaba a los Padilla hacer lo propio. Debían invitar a merendar algún día a los Villanueva en justa correspondencia, por lo que Consorcia dispuso todo lo necesario para la ocasión.
Encargó al servicio lavar cuidadosamente las vajillas, limpiar las alfombras y repasar la cocina. La vivienda debía quedar impoluta para recibir a la familia del diplomático. Algunos ya vislumbraban posibilidades de entrar en relaciones.
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