Carlos Decker-Molina
Recuerdo que llegué a tiempo para escuchar un susurro que decía: Pronto aprenderé a conocer el vacío.
La muerte se detenía en el dintel de la puerta y esperaba que el hijo llegase a tiempo para tomar la mano de la madre y besar esa frente afiebrada y perlada de sudor.
Era la sombra de lo ambiguo, allí renacía el valor para decir lo que no se dijo nunca. O se callaba para siempre.
El silencio se reinstalaba para permitir escuchar el cansado traqueteo de un corazón desfalleciente.
La muerte permitía el sollozo, el llanto y el grito.
No eran horas, quizá ni minutos en los que la vida se iba yendo como una marea que se aleja de la playa milímetro a milímetro, poco a poco.
Eran muertes sin apuro.
Se descubría la oscuridad de la vida y la claridad de la muerte. Se aprendía que la vida era un préstamo de un usurero implacable.
La agonía, eran minutos en que las olas, las últimas, golpean las paredes de un cuerpo debilitado para convertirse en mansa agua que se llevaba a la vida.
Hasta hace unos meses creímos que la muerte había muerto.
Hoy descubrimos que la muerte se burla de la vida, viene metida en un algo que parece no cierto. Ayer era más humilde hoy se mofa con desprecio.
Dicen que se cansó de espera en el dintel de la puerta.
Hoy la muerte quiere estar a solas. No permite ni siquiera un beso en la frente. Nada de paréntesis ni confesiones, ni declaraciones de amor o de estima. Ni siquiera tristes o trágicas revelaciones.
La muerte de hoy no solo nos quita la vida sino la ceremonia de la muerte.
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