El visitante

Capítulo 1: La llegada

Jerusalén. 25 de octubre.

Un hombre camina por la calle Ha-Yehudim. Es viernes por la tarde y ha comenzado a anochecer; aún y así, la calle se halla muy concurrida, básicamente por la presencia de judíos ortodoxos que se dirigen a la cercana sinagoga de Hurva. A pesar de ser otoño, la temperatura es inusualmente baja para lo habitual en esa época del año en la Ciudad Santa. El hombre es moreno y de estatura media, viste un sencillo jersey verde y unos pantalones vaqueros, en la espalda lleva colgada una pequeña mochila.

Al llegar a la altura de la sinagoga deja de caminar y fija su mirada fugazmente en un edificio que tiene enfrente, a unos cien metros. Una furgoneta con los cristales tintados se detiene al otro lado de la calle, solo unos segundos, lo suficiente como para que de ella descienda un hombre de unos treinta años que se cubre con un abrigo y se dirige hacia él. Observa como agarra firmemente con su mano derecha algo parecido a un cilindro. Entonces se interpone en su camino con rapidez.

−Hola, Ismail –le saluda en español.

El hombre se desprende del abrigo dejando a la vista un chaleco de explosivos.

− ¿Quién eres? −Le pregunta igualmente en un perfecto español.

Un judío ortodoxo con el típico sombrero roche negro de ala ancha pasa junto a los dos hombres. Probablemente se dirige a las escalinatas de la sinagoga, pero cambia de dirección mientras extrae un móvil de su americana. En cuestión de minutos la zona se hallará rodeada de policías y soldados.

−No importa quién soy, Ismail, pero sí lo que pretendes hacer. Tu mujer y tus hijos lloran tu abandono y te necesitan. Te esperan angustiados desde hace seis meses en Melilla.

El rostro de Ismail cambia de expresión, sus ojos denotan inseguridad.

− ¿Cómo sabes tantas cosas de mí? –Le pregunta sorprendido Ismail.

−Se lo suficiente. Ahora recuerda lo que dijo el profeta Mohamed: «awal alhalat alty yatimu alhukm ealayha bayn alnaas fi yawm alqiamat hi halat safk aldima» (Los primeros  casos  a  ser  juzgados  entre  la  gente  en  el  Día  del  Juicio serán aquellos de derramamiento de sangre).

Ismail se retira dando un paso hacia atrás.

−Supongo que eres un agente del CNI­ (Centro Nacional de Inteligencia español).

−No, Ismail. Soy un viajero, un visitante que se ha cruzado en tu camino pues así ha sido dispuesto.

Eres un buen hombre. Como médico has salvado las vidas de hombres, mujeres y niños, como los que hay en estos momentos en la sinagoga.

Ismail comienza a derrumbarse emocionalmente.

−Yo no quería hacerlo… Me han obligado. Si no me inmolo matarán a mí familia –le dice Ismail mientras unas lágrimas comienzan a brotar de sus ojos.

Escucha el ruido de vehículos que se acercan. Le parece ver movimiento en la azotea de un edificio situado a su izquierda. Seguramente ya se ha preparado un dispositivo para neutralizar al terrorista.

Se acerca a Ismail.

−Confía en mí, Ismail. Nadie le va a hacer daño a tu familia.

Apoya su mano izquierda sobre el hombro derecho de un perplejo Ismail y lo atrae hacia él. Saca un pañuelo blanco del bolsillo del pantalón con su mano derecha y lo alza.

 

 

A una manzana de allí, el capitán Yosef Levi daba órdenes a los soldados israelíes para que fueran tomando posiciones. Los tiradores ya deberían estar apuntando con sus rifles de precisión DAN 338 a los dos sujetos. El capitán Levi preguntó por radio en la frecuencia asignada a los francotiradores cuál de ellos tenía visión directa. El sargento Moshé Friedman le comunicó que tenía visión directa, pero no un disparo certero sobre el terrorista portador de los explosivos, puesto que estaba abrazado al que suponía otro terrorista.

−Capitán, el individuo que no lleva explosivos acaba de alzar su brazo derecho mostrando lo que parece un pañuelo blanco. Espero instrucciones.

−Joder. ¿Qué coño me está contando sargento? ¿Qué cree que está pasando? –preguntó enojado Yosef Levi.

−En mi opinión se están rindiendo, capitán.

−Sargento, dispare en cuanto tenga visión directa sobre el fanático de los explosivos. Es una orden.

−Lo siento, capitán. Ya no los tengo en mi campo de visión. Acaban de entrar en un portal.

−Mierda −espetó Levi, mientras por radio escuchaba al coronel David Biton con su habitual tono intransigente. David Biton era el responsable de la sección antiterrorista del ejército israelí

−Capitán, ¿por qué no han acabado aún con ese cabrón? Llevan ahí media hora y se puede producir una carnicería en cualquier momento.

−Lo lamento, coronel. Hemos confirmado que hay un terrorista con un dispositivo manual para detonar un chaleco de explosivos, pero hay otro individuo que se ha abrazado al terrorista, y que, según me ha informado uno de los tiradores, ha mostrado un pañuelo blanco. En cualquier caso he dado orden de disparar, pero para entonces han quedado fuera del campo de visión de los tiradores. Han entrado en un portal.

−Capitán Levi, ordene que entren soldados al portal si es necesario. Quiero que los neutralicen inmediatamente.

−David… Seguramente hay residentes en el edificio. Si matamos al terrorista se detonará el explosivo –dijo cuando se había alejado lo suficiente de los soldados como para que lo escuchasen.

− ¿Y qué propones, Yosef?

El coronel y el capitán habían servido juntos en la guerra del Líbano de 1982. Desde entonces, entre ellos se había establecido una amistad que se rompió por una mujer. El coronel, por aquel entonces teniente, mantenía una relación con una joven: Elina, que se enamoró de Yosef, con el que contrajo matrimonio. Quince años después y con dos hijos en común, Elina fue asesinada en un atentado a un autobús. Después de varias décadas las viejas rencillas habían quedado atrás.

David Biton no se había casado, siempre había amado a Elina, y su muerte le acercó de nuevo a su viejo amigo, Yosef. El coronel Biton había sido además agente del Mossad.

−David, quizás sería conveniente hablar con ellos. Tengo la impresión de que el segundo hombre intenta evitar que el terrorista haga estallar el chaleco explosivo. Puede que sea nuestro as en la manga. Propongo que enviemos a alguien a negociar, o al menos a saber que está pasando antes de que mandemos a la «caballería». Si quieres me encargo yo.

−Está bien, Yosef. Tienes una hora para hacerlo a tu manera. Suerte.

Yosef cogió un megáfono, avisó a los soldados de su unidad de que iba a acercarse con todas las precauciones al portal donde se habían escondido los dos hombres, y dio instrucciones a los francotiradores de que si levantaba el megáfono por encima de su cabeza disparasen a los dos individuos. Cuando se estaba acercando a la sinagoga ya la estaban evacuando. A una distancia prudencial del portal se llevo el megáfono a la boca.

−Soy el capitán Levi. Estoy al mando de este operativo y quiero que salgan a la calle con los brazos en alto. Nadie les hará daño si siguen mis instrucciones.

−Ismail, creo que debemos hacer lo que nos pide, de lo contrario nos matarán a los dos.

−Nos van a matar igualmente, al menos a mí, y si me matan tu morirás por la explosión.

−Entonces deja que salga yo.

−Haz lo que quieras, pero ya te lo he advertido –protestó Ismail.

 Se dirigió a la puerta con los brazos en alto, al llegar al umbral le cegó la luz del sol, pero pronto pudo distinguir la figura del capitán Levi. Ambos hombres se miraron a los ojos.

A Yosef le resultaba familiar ese rostro. Durante su vida había aprendido a distinguir a los «malos» de los «buenos». Había tratado y convivido con individuos despreciables, capaces de cometer las mayores atrocidades, pero también había conocido a personas increíbles, de una enorme humanidad y generosidad. El hombre al que miraba pertenecía al segundo grupo. Definitivamente no era un terrorista.

−Yosef. Sabes que no soy un terrorista –le dijo en inglés−. Si me dejas, en unos minutos puedo solucionar este asunto. El hombre que está dentro del portal no es lo que parece, pero está perdido y necesita mi ayuda.

Yosef estaba atónito. ¿Cómo puede ese hombre saber mi nombre? Venga, no pierdas los papeles Yosef. Sí, su cara me suena, así que hemos debido de coincidir en algún momento que ahora mismo no recuerdo –Se dijo a sí mismo.

−Yosef, déjame entrar de nuevo y saldremos los dos, pero será preciso que consigas un equipo de desactivación de explosivos. Por favor, no disparéis a Ismail. Pese a lo que parezca no es un terrorista.

Se giró sin esperar la aprobación del capitán y volvió a entrar en el edificio. Allí, sentado en las escaleras se encontró a Ismail, cabizbajo, tembloroso y rezando.

−Ismail, he hablado con el capitán israelí al mando y me ha dado su palabra de que si te entregas no te dispararán.

Ismail parecía estar ausente, no escuchaba lo que le decía. Entonces se acercó, le sujetó suavemente con la mano derecha la barbilla y la elevó hasta encontrar sus ojos, mientras que con la izquierda apretaba la mano que sujetaba el detonador.

−Ismail, mírame y dime qué ves.

Ismail lo miró a los ojos y dejó de temblar. Unas lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

Alhamdulillah −Alabado sea Dios, dijo.

Sus labios dibujaron una sonrisa, y entonces fue él quien abrazó al visitante.

Mi amada Fátima. Queridos hijos míos, Mohamed, Zulema. ¿Qué os he hecho? Perdonadme.

−Tu corazón es puro, Ismail, pero la rabia y el odio te cegaban.  No has hecho daño a nadie, salvo a tu familia y a ti mismo. Fuiste a Siria como médico para ayudar y es lo que has hecho. Ya es hora de poner fin a tu sufrimiento y al de los que te aman. Ahora debemos salir.

−Capitán, vamos a salir –anunció.

Los dos hombres salieron del portal con los brazos en alto. Fuera, a una distancia de seguridad, ya los estaba esperando un especialista en desactivación de explosivos.

−Por favor, deténganse donde están −les dijo el especialista.

El militar, pertrechado con un pesado traje anti explosivos y un maletín, se dirigió hacia ellos hasta llegar a su altura.

−Me llamo Alon y voy a registrarlos.

A continuación procedió a cachearlos palpando todo el cuerpo con sus manos enguantadas, y así descartar que portasen más armas que los explosivos visibles.

−Ismail, extienda los brazos. Y usted –dijo girándose− vaya con el capitán Levi. No haga ningún intento de huir o le dispararán.

Y así lo hizo. Caminó lentamente la distancia que lo separaba del capitán.

−Ismail, necesito que me diga si el artefacto tiene algún temporizador o se puede activar a distancia. ¿Entiende lo que le digo?

El especialista le hablaba a Ismail en inglés, a lo que este contesto haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza.

Conteste entonces a las preguntas que le he formulado –insistió el artificiero.

−No, no lleva temporizador ni dispositivo de activación a distancia. Se supone que tenía que entrar a la sinagoga y hacerlo explotar soltando el pulsador ­–respondió Ismail.

−Entonces es posible que haya alguno de sus amigos dispuesto a dispararle y hacernos volar por los aires. Le voy a fijar el dedo del pulsador.

El artificiero sacó cinta americana de uno de los bolsillos y la uso a modo de vendaje, cubriendo la mano y fijando el dedo pulgar al interruptor del detonador.

Ahora quédese donde está. Me voy a retirar un momento y vuelvo enseguida.

Alon se dio media vuelta, se alejó unos metros de Ismail y empezó a hablar a través del micrófono que llevaba incorporado en el casco.

−Comprobad que no haya nadie sospechoso en los edificios aledaños. Buscad un hombre armado en ventanas, balcones y tejados.

−Todo despejado –le confirmó a los diez minutos un miembro del equipo de desactivación de explosivos−. Ve con cuidado, Alón. Estaremos pendientes de cualquier movimiento.

Alon se dirigió de nuevo hacia Ismail.

−Voy a comenzar a hacer mi trabajo, Ismail.

Alon descartó la presencia de temporizadores u otros dispositivos de explosión remota antes de comenzar a buscar los cables que debía cortar. No era la primera vez que lo hacía, y estaba convencido de que lo solucionaría.

A doscientos metros, el hombre que había evitado que Ismail se inmolase ya había sido maniatado con unas bridas mientras permanecía tendido en el suelo boca abajo. Un vehículo oscuro se paró a unos diez metros, de él bajaron un hombre y una mujer. El hombre vestía una camisa blanca, un traje negro a juego con la corbata y llevaba gafas de sol, igual que su acompañante femenina. Ella vestía una falda negra que le cubría las rodillas, una americana negra y una camisa blanca. El conjunto resaltaba su esbelta figura. Aunque no pudiera ver completamente su cara le pareció una mujer atractiva. Ambos eran jóvenes, quizás rebasasen por poco los treinta años.

−Buenas tardes, capitán. Somos los agentes especiales Daniel Harel y Sofía Belmacher −le dijeron mientras le mostraban sus placas−. A partir de ahora nos hacemos cargo nosotros.

El capitán había sido informado previamente de que dos agentes del Mossad se llevarían al visitante.

−Está bien, todo suyo –dijo Yosef Levi.

Los agentes introdujeron al detenido en la parte posterior del vehículo y se dispusieron uno a cada lado de él. Nada más arrancar el vehículo le cubrieron la cabeza con algo similar a una bolsa de tela que le impedía la visión.

− ¿Qué van a hacer con Ismail?

−Eso ya no es asunto suyo −comentó el agente del Mossad−. Limítese a hablar cuando le preguntemos.

Sabía que estaba en manos del Mossad y que lo interrogarían, pero no sentía miedo, únicamente le preocupaba lo que pudiese sucederle a Ismail.

Calculó que ya habían salido de la ciudad por la velocidad del vehículo. Se habían detenido un par de veces, hasta que, tras una media hora, percibió como se volvía a parar el vehículo, y que posteriormente descendían a marcha lenta, posiblemente a un parking subterráneo por el sonido reverberante del vehículo en un espacio cerrado. El coche frenó y el ruido del motor cesó. Uno de los agentes, que supuso era el hombre por la complexión de la mano que le tiraba del brazo, lo sacó y cerró la puerta. Oía los tacones de la mujer resonar mientras caminaban, hasta que se detuvieron los tres y escuchó como se abrían unas puertas correderas que se cerraron al entrar. Percibió que descendía durante unos segundos, por lo que dedujo que estaba dentro de un ascensor o un montacargas. Las puertas se volvieron a abrir y alguien les saludó mientras recorrían lo que debía de ser un pasillo por el eco que producían los tacones de la mujer. De pronto se pararon mientras lo hacían girar, y pudo escuchar cómo se abría una puerta por la que pasaron. Entonces le quitaron la capucha y se vio encerrado en una sala de pequeñas dimensiones, sin más mobiliario que una mesa metálica con tres sillas y un espejo en una de las paredes laterales. Encima de la mesa había lo que parecía ropa apilada de color naranja.

−Bien −dijo Daniel−. Ahora desnúdese, después vístase con la ropa que le hemos dejado encima de la mesa.

Él obedeció. Se desnudó completamente y se vistió con la ropa naranja, que resultó ser una camisa de manga corta, unos pantalones con la cintura engomada y unas zapatillas de algodón sin cordones.

Daniel le limpió las manos con una toallita desechable, después colocó los dedos pulgares del detenido sobre una pantalla de un pequeño dispositivo haciéndolos rotar ligeramente.

−Ahora extienda el brazo, le vamos a extraer sangre.

Sofía le colocó un compresor venoso alrededor del brazo y procedió a la punción y extracción de dos tubos de sangre de una de las venas del área antecubital. Seguidamente retiró el compresor y la jeringa y limpió el lugar de punción con un algodón impregnado en alcohol. A continuación, Daniel le indicó que se sentase en una de las sillas, le quitó la brida de las muñecas y la sustituyó por unas esposas, también le inmovilizó los pies con otro juego de esposas adaptadas para los tobillos. Daniel y Sofía se sentaron en dos sillas,  en el extremo opuesto de la mesa donde se hallaba sentado.

Cuando los agentes miraron al visitante sintieron el mismo desconcierto que el capitán Levi. Aquel hombre les resultaba familiar; transmitía paz y generaba una extraña sensación de bienestar.

Daniel Harel y Sofía Belmacher habían sido adiestrados para la lucha cuerpo a cuerpo, para intervenir tras las líneas enemigas y eliminar a sospechosos enemigos del Estado en operaciones rápidas y certeras. Dominaban varios idiomas, entre ellos el árabe. Pero habían sido elegidos para operaciones de inteligencia y espionaje utilizando la más sofisticada arma de la modernidad: el ciberespacio. Daniel sentía algo más que camaradería por Sofía desde que la conoció, un sentimiento que era compartido por la agente, pero ninguno de los dos había dado un paso para romper el hielo.

El primero en hablar fue Daniel.

−Somos los agentes Harel y Belmacher –Aunque en realidad no eran sus verdaderos apellidos.

Los agentes del Mossad conservaban sus nombres, pero los apellidos eran falsos, y así constaba en los documentos que llevaban cuando estaban de servicio. También utilizaban esos falsos apellidos para comunicarse con sus compañeros. Nadie, salvo el general al mando del centro tenía acceso a sus verdaderos apellidos, tampoco nadie ajeno al servicio secreto podía conocer su falsa identidad. De esa manera, en caso de que el enemigo interceptase sus comunicaciones o fueran atrapados, constaría su identidad ficticia.

−Está detenido, y ahora nos va a contestar una serie de preguntas. En primer lugar queremos que nos diga su nombre y nacionalidad.

−Solo soy un visitante. Mi nombre carece de importancia, no es más que una piel que te ponen cuando naces. ¿Verdad, Daniel? ¿No es así, Sofía?

Los dos agentes se miraron intentando recordar si en algún momento se habían llamado por su nombre en presencia del detenido. Se retiraron unos metros de la mesa de interrogatorios y hablaron entre ellos en hebreo para determinar en qué momento podría haber oído sus nombres. Aunque durante la detención estaban lo suficientemente lejos del sujeto, quizás podría haber escuchado la conversación con el capitán Levi. Entonces habló Sofía.

−Vamos a salir un momento… «visitante». Aprovéchelo y considere que más le vale que empiece a colaborar.

Ya en el pasillo, Daniel revisó a fondo la ropa, el calzado y el contenido de la mochila. En la ropa y el calzado: unas zapatillas deportivas, no encontró nada, ni siquiera dinero o una cartera. La pequeña mochila contenía una libreta en la que no se había escrito nada, aunque con evidentes signos de hojas arrancadas; un bolígrafo de la marca Bic, un par de calcetines, una camisa blanca de algodón, un pantalón vaquero y un par de calzoncillos. Nada de ninguna marca de renombre. Daniel depositó todo en un contenedor de plástico con una etiqueta en la que se podía leer: «PARA ANÁLISIS PREFERENTE», incluyendo las muestras de sangre y el dispositivo con el que le habían tomado las huellas dactilares. Colocó el contenedor dentro de una abertura de pequeñas dimensiones que había en el pasillo, y tecleó en un panel anexo el código del laboratorio de análisis. Una pequeña puerta corredera se cerró automáticamente para llevar las muestras a su destino.

−No sé qué coño hacemos aquí –le dijo a Sofía−. Este hombre me está desquiciando. Deberíamos estar delante de un ordenador espiando a los malos y jodiéndolos.

−Daniel –respondió Sofía con voz tranquizadora−. Ya nos dijeron que en ese momento el resto de agentes estaban en otras operaciones. Mala suerte, unos minutos antes o después y nos habríamos librado de este marrón. No creas que a mí me gusta más que a ti.

−Vale, Sofía. Voy a llamar a David Biton para ver si puede nos puede facilitar el número de teléfono del capitán Levi. Tenemos que aclarar esto.

Daniel descolgó un teléfono que había en la pared y marcó una serie corta de números.

−Soy Daniel Harel. Estoy interrogando junto a la agente Sofía Belmacher al individuo que estaba con el terrorista en la sinagoga. Necesitamos hacer un par de llamadas externas para contrastar una información. Por favor, facilítenos el teléfono del coronel David Biton.

La instalación secreta del Mossad poseía su propio servidor de línea telefónica, tanto por cable como para datos móviles de telefonía 5G. Por motivos de seguridad, no se permitían recibir ni realizar llamadas a teléfonos no autorizados sin solicitar previamente el acceso. Lo mismo sucedía con las conexiones informáticas, tenían su propio servidor e intranet, así como una serie de cortafuegos que impedía la comunicación con el exterior. Únicamente los agentes destinados a ciberseguridad, como Daniel y Sofía, podían acceder a internet o a la Deep Web sin autorización. Y por supuesto, todo quedaba registrado, absolutamente todo.

−Sofía, ¿te apetece comer algo rápido en Beit Sermesh después de hacer las llamadas? Llevamos bastantes horas sin comer, y ese no se va a mover de donde lo hemos dejado.

Beit Sermesh es una población al oeste de Jerusalén, famosa por sus restos arqueológicos con una antigüedad de más de 2000 años A.C. En las instalaciones del Mossad la seguridad era tan estricta que no disponían de máquinas de bebidas ni de comidas, y mucho menos de un restaurante. Ningún civil podía entrar en la instalación, salvo en casos excepcionales. Por tanto, se tenían que conformar con salón que hacía las veces de comedor, en donde había un lavadero, una cafetera y diversos utensilios y electrodomésticos, entre ellos, varios frigoríficos con congelador incorporado y un par de microondas; así como cubertería, platos y vasos que habían llevado los propios agentes para su uso personal, además de bebidas y alimentos envasados dispuestos en armarios.

El móvil de alta seguridad de Daniel comenzó a vibrar. Había recibido un mensaje cifrado con un código para hacer la llamada solicitada.

−Ya tenemos autorización, Sofía. Vamos a intentar contactar con el capitán Levi.

Ambos se dirigieron al teléfono más próximo. Después de introducir el código tenían línea externa.

−Al cabo de unos segundos el coronel contestó.

− De la agencia, ¿verdad?

−Sí. Buenas noches, coronel. Soy el agente Daniel Harel, espero no importunarlo. Estamos interrogando al hombre que estaba esta tarde junto al terrorista en la sinagoga de Hurva. Nos lo entregó el capitán Levi, y nos gustaría conocer algunos detalles concretos de la conversación que tuvo con el sujeto. Por eso lo llamo. Le agradecería que nos facilitase su número de teléfono; lo podríamos obtener de otra forma, pero nos ahorraría tiempo si usted nos lo diese.

−Espero que sea importante. Es tarde y no quisiera que molestasen al capitán por una tontería.

−Le aseguro que es de suma importancia. Disculpe que no pueda ser más explícito, pero ya sabe que no podemos facilitar este tipo de información.

−En tal caso… Un momento, lo estoy buscando en la agenda –mintió. Se sabía de memoria el teléfono de Yosef, pero una respuesta rápida revelaría una relación próxima, y eso para el coronel era traicionar a un amigo y exponerse a sospechas innecesarias.

Ya lo tengo. Apunte.

Daniel anotó el número de teléfono en su bloc de notas.

−Gracias, coronel. Buenas noches.

El agente marcó de nuevo el código hasta escuchar el tono indicativo de que disponía de línea exterior, entonces tecleó el número del capitán.

−Al comprobar que se trataba de un número oculto, Yosef Levi esperó que sonase un rato el teléfono, poco después colgó. Si era importante insistirían.

David volvió a llamar, entonces escuchó la voz del capitán.

− ¿Con quién hablo?

−Buenas noches, capitán. Soy el agente Daniel Harel. Estoy interrogando al individuo que nos entregó esta tarde. No quisiera importunarlo, y espero no haberlo despertado.

El agente desconocía que desde la muerte de su esposa Yosef padecía insomnio. No podía deshacerse de las imágenes del autobús destrozado, ni de la identificación posterior en la morgue del cadáver de su mujer, casi irreconocible.

−No se preocupe, agente. No estaba durmiendo.

Me acaba de decir que están interrogando al hombre con el que negocié la salida del terrorista. Dígame una cosa, ¿no ha tenido la sensación de haber visto a ese hombre antes?

−No, capitán –mintió.

−Debe de ser la edad –dijo Yosef pensativo−. Con el tiempo muchos de los detenidos te recuerdan a alguien, pero le puedo asegurar una cosa, ese hombre no es un peligro, y confío en que lo traten con humanidad. Quizás no se haya percatado, pero nosotros no solucionamos nada, fue él quien evitó una masacre.

 ¿Qué quieren de mí? –preguntó directamente Yosef Levi.

− ¿En algún momento le dijo nuestros nombres al detenido?

−No. Es del todo imposible, porque no conocía sus nombres hasta que me los dijeron, y para entonces ya estaba bajo su custodia.

−Gracias, capitán. Nos ha sido de gran ayuda.

Una última pregunta. ¿Además de en inglés, lo escuchó hablar en otro idioma?

−Ahora que lo dice… Creo haberlo escuchado hablar en árabe con el terrorista, puede que también en español. No se casi nada de español, pero pasé unas espléndidas vacaciones con mi esposa haciendo un corto recorrido por España, y algo se aprende, aunque de eso hace bastantes años. El problema es que estaban dentro del portal, y yo un poco lejos como para asegurarlo.

−Gracias de nuevo, capitán. Que pase una buena noche.

Daniel colgó.

− ¿Qué te parece si llamamos para ver si le han sacado algo al terrorista? –le sugirió Sofía.

−Me parece una buena idea.

Sofía descolgó de nuevo el teléfono y marcó una extensión.

−Soy la agente Belmacher. Estoy interrogando junto al agente Harel al sujeto que acompañaba al terrorista en la sinagoga. ¿Me puede pasar con algún responsable del interrogatorio al terrorista? Estamos tratando de encontrar contradicciones en la declaración –mintió, puesto que no tenían absolutamente nada que contrastar, pero intentaba que la declaración del terrorista aportase algo que pudiese desencallar el punto muerto en el que se encontraban.

−Lo intentaré. En unos minutos les contesto –le dijo la voz al otro lado de la línea.

 

 

En otra ala del complejo, Ismail estaba desnudo desde que llegó. Los agentes a cargo del interrogatorio habían seguido el mismo procedimiento que con el visitante. Ismail ya les había facilitado sus datos personales. Les había contado que se alistó en el DAESH (acrónimo del Estado Islámico) como médico para ayudar a sus hermanos musulmanes, pero que nunca había empuñado un arma. Que cuando las tropas sirias de Bashar al Hassad, con el apoyo de los rusos, estaban ganando la guerra, sus mandos yihadistas le dijeron que ya no era necesaria su presencia allí y que lo enviarían a Palestina. Para ello le crearon una nueva identidad, y con un pasaporte español falso entró en Israel en un vuelo procedente de Atenas. Nada más aterrizar en el aeropuerto Ben-Gurión lo recogieron unos individuos, le cubrieron la cabeza con una bolsa y lo llevaron a un piso, en donde unos encapuchados le informaron que su nueva misión era atacar una sinagoga israelí. Él se negó, le habían engañado y sentía una profunda rabia. Ante su negativa le amenazaron con matarlo, primero a él y después a su familia. Ismail sabía de lo que eran capaces. En Siria había atendido a víctimas de los bombardeos del Ejército Sirio, pero también de los disparos de miembros del DAESH por infringir las estrictas normas del Estado Islámico, la mayoría de las veces sin pruebas. La ira le crecía por dentro, pero no podía arriesgarse a contrariarlos sin arriesgar la vida de su familia.

No paraba de pedir perdón en árabe y español. Rezaba continuamente y pedía a sus interrogadores que avisasen a las autoridades españolas de que su familia estaba en peligro. A los agentes no les interesaban ni él ni su familia, solo los datos que pudiese facilitarles y que los llevase a la célula terrorista que lo había reclutado.

 

 

−Tenemos que esperar, Daniel. Confío en que sirva para algo.

A los pocos minutos sonó el teléfono y Sofía lo descolgó.

−Soy el comandante Herzog. Me han dicho que quieren saber algo sobre el detenido.

−Buenas noches, comandante. Soy la agente Belmacher y estoy con el agente Harel. Hemos comenzado a interrogar al hombre con el que estaba el terrorista en la sinagoga. Nos gustaría saber si ya conocen la identidad del terrorista, y si ha comentado algo del hombre al que estamos interrogando. Es para contrastar las versiones.

−Sí −le confirmó Gabriel Herzog.

Debo recordarle que esta conversación es confidencial. Su nombre es Ismail Hamed Abdesalam. Dice tener 33 años y que es de Melilla, una ciudad española enclavada en el norte de Marruecos. Declara ser médico y que le obligaron a perpetrar el atentado frustrado. El detenido aparenta un estado psicótico, parece no estar al tanto de la realidad y creemos que muestra delirios y alucinaciones. Hemos llamado al psiquiatra, que debe de estar a punto de llegar. Pasa del llanto a la carcajada y no deja de nombrar a su mujer, Fátima, y a sus dos hijos, Mohamed y Zulema. Ya no responde a nuestras preguntas. Alterna el árabe con el español y dice haber visto al Alá.

−Entonces habla español –afirmó Sofía.

−Sí, eso he dicho. Lo ha confirmado el lingüista, en concreto español del sur de España. Coincide con su declaración sobre su origen melillense, pero lo teníamos que comprobar. Tenemos sus huellas dactilares, así como muestras de ADN de la mucosa bucal que ya hemos enviado a analizar. Hemos contactado con el CNCA (Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista) y el CNI (Centro Nacional de Inteligencia) españoles.

Como saben, España posee uno de los servicios antiterroristas más eficientes del mundo. Si el detenido es de origen español, seguro que los españoles le han hecho un seguimiento. Ya se lo confirmaré cuando tengamos más información.

−Gracias, comandante. Nos ha sido de gran utilidad. También agradeceríamos que nos facilite la información que pueda tener sobre el terrorista en adelante. Nosotros haremos lo mismo con lo que obtengamos de nuestro detenido.

−Me parece bien, agente Belmacher. Ahora debo colgar.

−Sofía −le interpeló Daniel−, el detenido habló en español con nuestro sujeto. Tú dominas mejor que yo el español, al fin y al cabo, eres sefardí.

Los sefardíes habían sido expulsados en su mayoría de España por los Reyes Católicos en 1492, tras lo cual, iniciaron una diáspora por distintos países del sur de Europa, el norte de África, Turquía y Oriente Próximo, incluyendo Israel, en donde actualmente son una de las comunidades más influyentes, con su propio partido político: Shas. Tanto el estado de Israel como España han potenciado la cultura sefardita, especialmente la lengua: el judeoespañol, mediante diarios y emisoras de radio que utilizan esta variante del español.

−Quizás no sería mala idea que la próxima vez hables con él en español –le sugirió Daniel.

−Mi español no es tan bueno como crees, básicamente aprendí sefardí de mi abuela materna y de mi padre. El sefardí es un español del siglo XV contaminado con muchas palabras hebreas. Hice un curso de español antes de entrar en la agencia, pero al no usarlo lo tengo bastante olvidado. No obstante, lo puedo intentar, aunque no te garantizo nada.

−Está bien. Vayamos a comer algo. Creo que a estas horas nos tendremos que conformar con una hamburguesa en el 110 Burger. Con suerte en una hora estamos de vuelta –Le sugirió Daniel.

Antes de desplazarse a la hamburguesería ambos se vistieron con ropa informal. Más de uno pensaría que se trataba de una pareja que había decidido reponer energías después de una sesión de sexo. Y ojalá ese fuera el caso −pensaron ambos−. Fueron en el coche de Daniel: un Toyota Land Cruiser de color negro. A Daniel le gustaban los coches potentes y con presencia; por el contrario, Sofía prefería su sencillo Opel Corsa.

Una vez en el restaurante, se sentaron en una mesa para cuatro desde donde se veía la puerta de entrada al local, que a esas horas estaba casi vacío.

Un camarero se acercó y les ofreció la carta con desgana.

Daniel echó un rápido vistazo a la carta.

−Tomaremos la especial. ¿Te parece bien, Sofía?

−Sí. Y dos cervezas Gold Star –añadió ella.

−Entonces dos especiales y dos Gold Star –le confirmó a Daniel al camarero, que se retiró por donde vino.

Ese hombre me intriga, Sofía. He pensado en lo que ha dicho el capitán Levi y puede que tenga razón. ¿Qué motivos puede tener un terrorista para impedir que un colega cumpla con su misión? ¿Y si estamos ante un héroe anónimo?

−Puede ser. Pero entonces, ¿por qué no nos dice quién es? Lo comprobaríamos y quedaría en libertad. Sin duda nos encontramos con algo nuevo, cualquiera habría pedido un abogado o habría amenazado con recurrir a su embajada.

En ese momento se acercó el camarero con dos enormes hamburguesas y las cervezas. Prudentemente, Sofía dejó hablar hasta que el camarero volvió a la barra.

−No sé, Daniel. No parece ni siquiera estar irritado o incómodo. Muestra una serenidad que no había visto antes en un detenido.

Los dos dieron buena cuenta de las hamburguesas. A Daniel le pareció muy sensual el gesto de Sofía cuando se limpiaba la comisura de los labios con los dedos. Apuraron las cervezas y Daniel pidió la cuenta.

− ¿Cuándo me vas a dejar pagar a mí? −le preguntó Sofía con una sonrisa que dejaba ver la perfección de sus dientes.

−Un día de estos se me olvidará ser un caballero cuando vayamos a comer estando de servicio −le contestó él socarronamente.

−Siempre dices lo mismo, Daniel.

Venga, pongámonos en marcha, que nos espera una larga noche. Espero que alguien haya preparado café en la oficina −así es como denominaban los agentes al subterráneo en donde trabajaban; ya que, todos los que allí pasaban los días, y a veces las noches, supuestamente trabajaban como funcionarios públicos en distintos organismos estatales. La oficina era oficialmente una instalación militar, rodeada por una alambrada electrifica, con modernos dispositivos de detección de intrusiones e infinidad de cámaras ocultas de última tecnología, que se orientaban, enfocaban y grababan el más mínimo movimiento cerca de la verja, lo que se había convertido en una auténtica tortura para los responsables de la vigilancia, que tenían que contemplar como aves u otros animales activaban la alarma de sus monitores continuamente.

Ambos se subieron al Toyota de Daniel, y en pocos minutos llegaron al control de seguridad en la entrada de la instalación. El agente, vestido de militar, les dejó pasar sin necesidad de identificarse.

Con el automóvil ya estacionado se dirigieron al ascensor. Una vez dentro Sofía marcó el -2. El descenso fue rápido. Cuando las puertas se abrieron giraron a la izquierda siguiendo el pasillo circular hasta llegar a la sala donde se encontraba el detenido. Justo antes de abrir la puerta, el teléfono de Daniel emitió el habitual sonido estridente de llamada. Era el general Cohen, el máximo responsable de la oficina. Daniel respondió.

−Dígame, señor.

−Hola, Daniel. ¿Estás con Sofía?

−Sí, señor.

−Pues activa el altavoz de tu teléfono para que ella pueda escuchar lo que os tengo que decir.

−Ya está, señor.

−Mañana hay convocada una reunión de emergencia a las ocho de la mañana en la sala de reuniones del complejo. Estáis citados y no quiero que os retraséis. Asistirán otros responsables de la investigación, así como el director Zamir −Efraim Zamir era el director del Mossad−. Procurad tener algo sólido sobre la investigación. Meir Cohen colgó.

No es que fuese extraño que el director del Mossad convocase reuniones, pero lo habitual es que lo hiciese con sus mandos de confianza y sin la presencia de agentes.

− ¿Lo has escuchado Sofía?

−Sí, claro. Algo gordo se está cociendo. No es normal que el director en persona se presente a una reunión.

−Vamos adentro, Daniel. Puede que ya sepamos de donde ha salido ese hombre.

Cuando entraron en la sala de interrogatorios se encontraron al detenido sentado y cabizbajo, con los ojos cerrados y los brazos encima de la mesa metálica, mostrando las palmas de las manos orientadas hacia el techo. Parecía estar orando en una lengua que ninguno de los dos reconocía. En un acto automático, ambos desenfundaron sus armas reglamentarias y lo apuntaron.

Fue Daniel quien intervino.

−Levántese y coloque las manos lentamente detrás de la cabeza.

El visitante clavó la mirada, primero en Sofía y después en Daniel. Ambos sintieron un extraño aturdimiento, y sus armas estaban inexplicablemente apuntando al suelo.

−Podéis subyugar el cuerpo de una persona, pero no someter su alma −les dijo.

−Voy a acercarme lentamente. No intente moverse.

Daniel enfundó su arma, se acercó y comprobó que las esposas estaban en el suelo. Lo volvió a esposar, registró exhaustivamente su ropa y se sentó delante del visitante.

−Escúcheme bien. Una más de estas, una más, y le encerramos incomunicado en una celda de castigo. Le aseguro que le gustará nada. Ahora mismo usted no existe para el mundo, nadie sabe dónde está y no vamos a informar a nadie de su existencia. Podría desaparecer y nunca lo encontrarían.

¿Me ha entendido?

−Te he entendido perfectamente, Daniel, pero creo que ni tú ni Sofía me entendéis a mí.

−De momento me vas a explicar cómo te has quitado las esposas.

Sofía comenzaba a recuperarse de la conmoción y decidió intervenir dirigiéndose al retenido en sefardí

− «Señor. Tenga a bien diskulparnos. Daniel e yo avemos de fablar. Nos pronto tornamos».

−Adelante. Yo no me moveré de aquí –contestó el detenido.

− ¿Podemos hablar, Daniel?

−Claro. Salgamos un momento.

Los dos agentes salieron al pasillo visiblemente alterados.

− ¿Pero qué mierda de español es ese Sofía?

−Es judeoespañol, un castellano del siglo XV, o incluso anterior, con una fonética diferente a la del español actual, y lo ha entendido.

Y respecto a las esposas… Sabes que no es demasiado difícil quitárselas. Tú y yo hemos sido adiestrados para ello, bastaría con un objeto metálico puntiagudo y un poco de destreza.

−Cierto –reconoció Daniel−, ¿pero dónde está ese objeto? Lo cacheamos y le registramos hasta el cinturón, y yo lo he vuelto a hacer ahora. Ni rastro de nada que haya podido usar para forzar el cierre. Quiero ver la grabación desde que salimos hasta que volvimos a entrar en la sala de interrogatorios. Sé que es tarde, pero también vamos a necesitar un intérprete para saber en qué lengua estaba rezando, o lo que fuera que hiciese.

Me temo que va a ser una noche larga, y mañana tenemos esa reunión. No podemos presentarnos para decir que no le hemos sacado nada a un tío que además se ha quitado las esposas.

Ambos entraron en una sala contigua en donde se registraba todo lo que sucedía en la sala de interrogatorios. Daniel se sentó y comenzó a revisar la grabación desde el principio. Las imágenes iban avanzando, hasta que de repente, se veía como el sujeto apoyaba los brazos sobre la mesa y agachaba la cabeza.

−Un momento. Daniel, rebobina un poco. Creo haber visto algo.

Daniel hizo lo que le pidió Sofía.

− ¡Para! Ahí está. ¿Lo ves? –Dijo Sofía.

–No puede ser. Han desaparecido cinco segundos de grabación.

−Sí, Daniel, justo en los que se debería haberse deshecho de las esposas. Quizás sea un fallo técnico.

Después de revisar toda la grabación, los únicos segundos que no habían sido registrados eran los que habían visto; o, mejor dicho, los que no habían visto.

−Deberíamos avisar al técnico para que nos diga si esto se ha repetido recientemente, pero es demasiada casualidad, Sofía. Puede que alguien haya entrado en el sistema, debemos comprobarlo inmediatamente.

Sofía y Daniel se encontraban en su espacio natural: una enorme sala repleta de pantallas por las que corrían letras, números y signos que solo expertos hackers como ellos podían interpretar. Daniel se sentó delante de una pantalla, mientras Sofía tecleaba a un ritmo vertiginoso sobre el teclado durante varios minutos.

−O el que lo ha hecho es más listo que nosotros, o no hay nada. Ya has visto que he revisado los cortafuegos, y nadie ni nada ha entrado – le dijo Sofía.

−Creo que debemos descartar que hayan hackeado el sistema, lo cual debería hacerme sentir mejor, pero estoy desconcertado –afirmó Daniel.

Ya deberíamos tener los resultados de las muestras que enviamos a analizar. Es hora de que algo empiece a tener sentido.

Daniel descolgó el teléfono que había sobre la mesa. Al cabo de unos tonos Johan contestó.

−Hola, Daniel. Supongo que me llamas por lo de los análisis del sujeto de la 102 (la 102 era la sala de interrogatorios donde estaba el visitante). Ahora iba a llamaros. Hay algunas anomalías.

− ¿A qué anomalías te refieres? –preguntó Daniel.

−De la ropa no he sacado nada. Es ropa fabricada o comercializada en Israel, igual que la mochila y la libreta. El bolígrafo podría proceder de cualquier sitio, es un modelo común. Como os habréis dado cuenta, se han arrancado hojas de la libreta, creo que tengo algo al respecto, pero necesito más tiempo. Las huellas dactilares no están en nuestras bases de datos, por tanto no es israelí. Tampoco está fichado, ni consta como enemigo de nuestro país, aunque no disponemos de las huellas de todos los ciudadanos del mundo. Puedo intentar pedir ayuda al MI5 británico o al FBI.

Dudo que sea un sujeto peligroso, pero hay algo más. Me enviasteis las muestras de sangre para su identificación mediante análisis de ADN. Pues bien, he hecho unos test de anticuerpos para determinar su historial de enfermedades y no presenta anticuerpos para las vacunas habituales.

−Eso tampoco significa nada –añadió Daniel−. Hay muchos países en los que la vacunación no es obligatoria o no se realiza. Incluso en los países desarrollados hay padres que se niegan a vacunar a sus hijos, también en Israel.

−Es cierto –afirmo Johan−. Podría ser, pero eso es una tendencia relativamente reciente. ¿Qué edad tiene el detenido?

−No lo ha dicho. Creemos que debe de estar en la treintena, seguro que menos de cuarenta años.

−En ese caso podría no estar vacunado de la viruela, pero debería estar vacunado de la poliomielitis, aunque es cierto que aún existen al menos una decena de países, africanos y asiáticos, en los que la vacunación no está del todo implantada y donde la polio es endémica. El caso es que su suero no presenta anticuerpos para estas dos enfermedades y, ciertamente, no podemos descartar que los padres no lo hubiesen vacunado. Por el contrario, he encontrado anticuerpos para la malaria, el tifus, la leishmaniosis y una rara variedad de hepatitis. En este último caso creo que necesitaría ayuda externa. Puedo recurrir a un colega especializado en virus que trabaja en el Instituto Pasteur, por supuesto de forma confidencial. Lo haría pasar por un paciente o un cadáver.

−Me parece bien −intervino Daniel−. Sé que es tarde, pero necesitamos algo para mañana a primera hora Johan.

−De acuerdo, Daniel. Haré lo que pueda. ¿Te va bien que te llame mañana antes de la ocho?

−Perfecto, Johan. Gracias.

−Nada de gracias, me debes una, y esta vez no me voy a conformar con unas cervezas.

−Eso está hecho, Johan. Buenas noches.

Daniel colgó el teléfono.

− ¿Lo has escuchado todo, Sofía?

−Lo esencial sí. Creo que deberíamos ir a dormir lo que podamos, mañana va a ser un día duro.

−Tienes razón. Vamos a encerrar al visitante en una celda en donde pueda pasar la noche y nos vamos a casa.

Ambos se dirigieron a la sala de interrogatorios, atravesaron la puerta y Daniel se aproximó al visitante, que aparentaba tranquilidad.

−Ya estamos de nuevo aquí. Tarde o temprano nos va decir quién es y de donde procede. Créame, podemos sacarle esa información, y no vamos a dudar en hacerlo si no colabora, pero eso será a partir de mañana. De momento le vamos a llevar a un sitio en donde pueda dormir. Daniel le volvió a cubrir la cabeza y le quitó las esposas de los tobillos.

Ahora incorpórese. Vamos a dar un pequeño paseo.

Los tres salieron de la sala de interrogatorios y se dirigieron al ascensor. El visitante percibió como descendían. Al abrirse la puerta del ascensor Daniel le fue guiando, tirando de su brazo en un sentido u otro, hasta que al cabo de unos minutos se detuvieron.

−Agente Harel −Dijo Daniel delante de un interfono provisto de cámara y situado a media altura en una puerta metálica con un ventanuco redondo del tamaño de un balón de futbol−. Vengo con la agente Belmacher y traemos a un detenido para pasar la noche. Mañana volveremos por él. Casi de inmediato se escuchó un zumbido electrónico que permitía el acceso a la sección de la instalación secreta en donde se hallaban los calabozos. Sofía agarró el tirador de la puerta y la abrió, permitiendo el paso a Daniel y al visitante. Una vez alcanzada una de las celdas, Sofía pulsó su código personal en el teclado anexo a la puerta, entonces, un sonido electrónico similar al anterior anticipó la apertura de la puerta del calabozo. Una vez dentro, Daniel retiró la bolsa que cubría la cabeza del detenido, y posteriormente las esposas de las muñecas y de los pies.

−Ahora procure dormir y piense en lo que le he dicho –dijo Daniel−. Mañana volveremos a vernos las caras, y entonces puede que no seamos tan amables. El hombre se sentó en la cama y no dijo nada hasta que Daniel y Sofía se disponían a salir.

−Agentes.

− ¿Qué? −preguntó Daniel girando la cabeza.

−Buenas noches. Pensad en lo que no os he dicho.

Sofía cerró la puerta.

–Daniel, ¿qué habrá querido decir con eso de que pensemos en lo que no nos ha dicho?

−Ni idea.

Ambos fueron hasta el parking para recoger sus coches de las plazas que tenían asignadas, una al lado de la otra. Daniel presionó el botón del mando a distancia del Toyota, mientras Sofía buscaba el mando de su Opel Corsa dentro del bolso.

−No lo busques más. Si quieres te llevo a casa –le dijo Daniel con su seductora sonrisa.

−No, gracias. −le contestó ella devolviéndole la sonrisa.

Daniel se sentó en el cómodo asiento de su Toyota y cerró la puerta, entonces giró el cuerpo y bajó la ventanilla.

−Buenas noches, Sofía. Nos vemos mañana en la oficina a las siete y media. Descansa y no le des demasiadas vueltas a la cabeza.

−Igualmente, Daniel.

Ella empezaba a arrepentirse de no haber aceptado la oferta de Daniel. Una vez en la calle donde residía lo podía haber invitado a subir a su piso con cualquier excusa, y quizás, solo quizás, uno de los dos habría dado rienda suelta a sus instintos, pero descartó la idea. Daniel era un hombre realmente guapo, casi perfecto. ¿Cómo se iba a interesar por una mujer tan normal como ella?

 

 

Ciudad del Vaticano, Roma. 24 de octubre.

 

 

El Papa había dormido mal como consecuencia de unas pesadillas en las que veía muerte y desolación. No obstante, se levantó a la misma hora de siempre, y a las cinco de la mañana, como cada día, se encaminó hacia la capilla privada para rezar sus oraciones. No había pasado media hora cuando percibió una presencia.

El Sumo Pontífice estaba habituado a sentirse acompañado en sus plegarias por Dios, Jesucristo o la Virgen María, pero esta vez era diferente, notaba que la presencia era real. Se santiguó, se levantó y se volvió lentamente. Entonces lo vio, junto a él. Un hombre moreno y de mediana edad lo observaba con una mirada que irradiaba sosiego. La impresión hizo que el Papa se trastabillase y cayese al suelo. El hombre se acercó y le tendió la mano.

−No temas nada de mí, Jorge. Muchos son los llamados y pocos los elegidos, y tú has sido elegido.

El Papa, aunque indeciso, extendió su brazo y le dio la mano al hombre, que le ayudó a incorporarse. El Santo Padre, aún aturdido, le preguntó:

− ¿Eres el hijo de Dios?

−Yo solo soy la luz que alumbra el camino en estos tiempos de penumbras. Y tú, Jorge, debes ayudar a aquel que quiera a seguir el angosto camino para llegar a la verdad que conduce a la vida.

El Papa cerró los ojos y se arrodilló sin soltar la mano del hombre. Cuando los volvió a abrir seguía sintiendo su mano, pero él ya no estaba.

El secretario personal del Papa, alertado por el ruido de la caída, llamó a la puerta de la capilla golpeándola con sus nudillos.

−Santidad, ¿se encuentra bien? Es que he escuchado un golpe y…

El Papa abrió la puerta de la capilla.

−Tranquilo Edgardo, me encuentro bien.

Edgardo, viendo la expresión de desconcierto en el rostro que tenía enfrente, no tuvo ninguna duda de que algo más que una caída había sucedido en la capilla.

El Papa apoyó ambas manos sobre los hombros de Edgardo.

−Edgardo. ¿Cuánto hace que nos conocemos?

−Más de veinte años ya, Jorge.

−Y hemos vivido juntos muchas cosas, buenas y malas. Por eso te escogí como mi secretario personal. Eres la persona que más me conoce y gozas de mi plena confianza.

Edgardo… Hace un momento estaba con Jesucristo.

El secretario del Papa, confundido, se tomó unos segundos antes de contestar.

−No sé si te entiendo, Jorge. Es normal, Jesucristo siempre está con nosotros.

−Edgardo, créeme. ¿Acaso te he mentido alguna vez?

Lo he tocado como en estos momentos te estoy tocando a ti, y hemos hablado. Era el Nazareno, el hijo de Dios.

Esto debe de quedar entre tú y yo. Confío en tu discreción.

−Por supuesto, Jorge. Puedes confiar en mi lealtad.

¿Te apetece que desayunemos antes del oficio de las siete y media?

−Claro que sí, Edgardo, aunque hoy será un desayuno breve. Debo meditar para aclarar mis pensamientos y buscar la guía espiritual que me indique el camino que debo tomar.

Ambos se dirigieron al comedor de la Casa Santa Marta.

Desde que había sido nombrado Papa, Jorge había declinado vivir en el ostentoso Palacio Pontificio, que únicamente utilizaba para las misas públicas y los encuentros con altas personalidades. Prefería tener sus aposentos en La Casa de Santa Marta, más humilde y que le permitía tener un contacto más directo con la gente, incluyendo los cardenales que allí se alojaban.

Durante el breve trayecto Edgardo no dejaba de pensar en lo que había escuchado. Jorge era una persona espiritual, tal y como se espera de alguien que dedica su vida Dios, pero también era inteligente y racional, y sin embargo, estaba convencido de haber recibido la visita de Cristo en la capilla.

Al llegar al comedor, una monja de la congregación de Las Hijas de la Caridad atendió a los dos ilustres comensales. Como cada día les sirvió café, agua, tostadas con aceite de oliva y mermelada, así como unas piezas de fruta de temporada, que esa mañana eran uvas y granadas. Apenas intercambiaron unas pocas palabras, y tras dar buena cuenta del desayuno, el Santo Padre se despidió de Edgardo par volver a su capilla privada.

Jon Venom

Briografía
Soy un autor novel y esta es mi primera novela publicada en Amazon
Observaciones
Un héroe anónimo que impide un atentado en una sinagoga de Jerusalén.
Un video reivindicativo subido a las redes sociales convocando
manifestaciones. Una matanza de civiles que provoca una convulsión
internacional y pone contra las cuerdas al Gobierno de Israel. Dos
agentes del Mossad que comienzan una relación sentimental mientras
investigan al héroe sin identificar, al que apodan: «El visitante». Un
viaje de incógnito a Jerusalén del máximo mandatario de la iglesia
católica. Unos hechos inexplicables asociados al visitante. Descubre
quién es el enigmático visitante.

 

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