«La posverdad no existe» por Alberto Martín-Aragón
El ser humano no puede evitar poner nombres nuevos a cosas viejas. Inventamos neologismos para forjarnos la ilusión de que hemos descubierto algo inédito bajo el sol y para creernos más sabios que los antiguos y los clásicos.
La actual cantinela de la posverdad es un ejemplo bastante redondo de esa propensión etiquetadora que suele deparar más cursilerías y baratijas intelectuales que auténticos hallazgos cognitivos. Según los analistas y padrinos de este fenómeno (tertulianos y columnistas de un adanismo estruendoso), la posverdad consiste en la manipulación intencionada de la realidad y en el menosprecio de los hechos objetivos en favor de las emociones y sentimientos. Y cuando farfullan estas obviedades, ya sea con palabras propias o mangadas al becario más avispado, estos chatarreros de la opinión pública se creen geniales e indispensables. Y uno se pregunta: ¿Y qué hay de original en esos análisis? ¿Acaso una buena parte de la raza humana desde sus orígenes no se ha dedicado a eso: a negar la realidad para afirmar su propia realidad, esto es, su viscoso catálogo de fobias y prejuicios? ¿Acaso las religiones de más tonelaje y las ideologías de más influencia no han utilizado más las emociones y las opiniones que los hechos con el fin de atiborrar de fieles sus templos y sus estadios? ¿Qué han sido muchos poderosos sino orfebres de la manipulación y modeladores de las mentes más crédulas y sumisas? Posverdad es vocablo resultón y rimbombante como inútil y prescindible. De ahí que fascine (e incluso atemorice) a los espíritus simples y mostrencos, convencidos de que los problemas de la humanidad pueden explicarse con un eslogan o con un palabro pomposo y pegadizo. Es evidente que los idiotas consideran que sus perogrulladas son geniales. La confusión conceptual y semántica se desencadena cuando esos idiotas tienen grandes audiencias, que es lo habitual y lo inevitable entre seres humanos.
Sería poco serio, sin embargo, negar que Internet y las casi omnipresentes redes sociales han agregado una peculiaridad de índole cuantitativa, que sí es novedosa históricamente, al sempiterno drama de la lucha entre la mentira y la verdad. No estoy diciendo nada que ya no se sepa, pero no pasa nada por recordarlo. Hoy día, con navegar (o naufragar) unos instantes por la red, nos topamos, queramos o no, con telarañas de patrañas y bulos.
Asistimos al desfile de tantas abyectas simplificaciones y calumnias en plazas y tugurios digitales, que uno tiene la impresión de que todos son mentiras y de que la verdad ha muerto o ha sido encerrada en un campo de exterminio para debilitarla y luego gasearla. ¿Cómo habrían reaccionado Platón o Tolstoi, por citar a dos sujetos harto aplicados, si hubiesen sido insultados y difamados por millares de internautas? ¿Se habrían convertido en unos capullos vengativos o habrían mantenido la calma y la serenidad? Quién sabe. Lo que sí parece seguro es que, si antaño había en el ágora unas decenas de demagogos y falsarios, hogaño hay millones. Por esa razón, más que de posverdad habría que hablar de multifalsedad. Un neologismo tan estúpido e irritante como el de posverdad, pero que me he inventado únicamente para subrayar la naturaleza estrictamente cuantitativa de este fenómeno.
En consecuencia, me aventuro a asegurar que no está aconteciendo actualmente nada del otro mundo. Nuestra época es tan mentirosa o embustera como cualquier otra. Lo único que sucede es que se está confirmando día tras día una tesis no muy halagüeña, a saber: que la humanidad, salvo un puñado de mentes temerarias y heroicas, es alérgica a reconocer su vulnerabilidad y que idea múltiples formas de mentirse, algunas muy sutiles y refinadas. Internet solo ha levantado la tapa del cubo de la basura. No obstante, dentro del cubo de basura también se hallan algunas verdades o, cuando menos, afirmaciones más ceñidas a los hechos. Son pocas, pero son. Lo arduo es distinguir a los verdaderos servidores de la verdad de los falsos. Porque aquí todo el mundo se pavonea de decir verdades como puños mientras acusa a los demás de propagar las mentiras más sucias e ignominiosas.
Y para complicar aún más este galimatías, comparecen en el debate los grandes medios de comunicación, pedantescos y cursis palmeros de los diferentes poderes económicos y políticos. Estos grandes medios (jaspeados de comunicadores serviles y, por tanto, soberbios) nos insisten sistemáticamente en que solo ellos podrán salvar a la verdad de las garras de las posverdad, porque ellos, nos aseguran con convicción mesiánica, disponen de las herramientas y de los profesionales necesarios para ofrecernos esa verdad. Pero, llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿Qué verdad, damas y caballeros? ¿Es que hay una verdad única? ¿Es que los editorialistas o los tertulianos oficiales han sustituido a los metafísicos y pretenden refutar varios siglos de pensamiento occidental? Y aunque así fuera, ¿no habíamos quedado tras la consolidación de la modernidad filosófica y de la asunción de la individualidad en que hay muchas verdades, en que casi todo es relativo y en que los seres humanos tienen derecho a tener su propio punto de vista y a expresarlo de un modo razonado y pacífico?
Pues no. Ahora resulta que solo los grandes medios de comunicación (cada vez más alejados, por cierto, de las preocupaciones cotidianas de sus audiencias) precisan de la instrucción necesaria para expresar un relato serio y objetivo del mundo. Todo lo que se difunda al margen de ellos pasa a ser tildado de posverdad o de fake new. Este escrito, por ejemplo, será pura posverdad para los devotos de la llamada prensa seria, prensa que, salvo contadas excepciones, miente con tanta seriedad y solemnidad que su mentira parece respetable y necesaria, no como la mentira descarnada y brutal del que usa Facebook o Twitter para linchar a quien odia y envidia. Sea como fuere, no creo que exista la posverdad. Y si existe, es porque ha existido siempre. Y en ese caso no hacía falta inventar un neologismo tan indigesto y contrahecho como el de ‘posverdad’. Bastaba con decir que vivimos en una época infestada de manipuladores y de manipulaciones. Pero no. Había que popularizar una palabrita mágica para que legiones de charlatanes pudieran vivir del cuento anunciando ante micrófonos y cámaras que la verdad se halla en peligro porque la posverdad lo carcome todo. Otra mentira con apariencia de verdad. Porque la verdad, si realmente existe, no necesita de defensores, puesto que ella se defiende solita. Y no lo digo yo, sino que lo decía Nietzsche. Ciertamente Nietzsche podía estar equivocado, pero sus equivocaciones (las que pudiera tener) fueron fruto de su autenticidad como hombre y no resultado del servilismo o del miedo. Nietzsche no se mintió jamás. Así le fue.
Alberto Martín-Aragón es escritor, guionista y director de cine
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