La hipoteca

Revista Literaria Galeradas. Hipoteca
Hipoteca

Por Carlos Decker-Molina

Ulrike van den Berg es una holandesa que conocí en un curso de escritura creativa. Enseñaba ficción extrema». El título de su clase era un invento llamativo. Decía que una ficción, siendo mentira, se puede convertir en verdad siempre que sea convincente, breve, bien estructurada, que no deje dudas. «Así se penetra en la imaginación con más facilidad y, siendo ficción, pasa a ser realidad en la cabeza del lector».

Citaba a Dorothea Brand, la gran editora estadounidense del siglo XX que escribió Wake up and live, un libro que enseña a escribir, pero Ulrike sugería no hacerle caso porque «Dorothea es de otro tiempo, su libro hoy resulta naif», en cambio su cita favorita era:

«Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver» que en realidad es un proverbio judío.

La ficción bien presentada se vuelve verdad y recalcaba: «Escribir en primera persona suponía autobiografía, quería decir contar algo que había sucedido en la realidad, ahora no. Las novelas modernas pueden ser autobiografías-ficción o biografías-ficción como aquella de éxito escrita por Alexandra Coelho Ahndoril titulada Maestro que es una ficción en base a la vida de August Palm. No importa que narradas en primera o tercera persona».

Ulrike era intensa en sus clases, traía el diario bajo el brazo y elegía alguna noticia sin importancia perdida en alguna página de interiores y decía: «Reescriban la historia, ¡ficcionalicen! ¡Que sea más creíble que el original»

«Hoy no hay que tener miedo. ¡Quiero escritores sin miedos ni temores!» decía finalmente.

 

Personalmente la recordaba por sus ojos cristalinos, verdes, las pecas de sus mejillas y su frondosa cabellera de fuego. En alguna de mis libretas tenía su dirección postal.

 

Cuando terminó el curso me consiguió mi primer trabajo de escritor. Entonces me ganaba la vida limpiando escuelas y colegios en horas vespertinas, muy común en Estocolmo entre los estudiantes extranjeros de literatura, además, una que otra vez vendía alguna crónica o reseña de algún libro a diarios locales. 

Cuando vi el borrador de contrato donde me llamaban “el escritor” me sentí que alguien me estaba dando un diploma.

El contrato era con una editorial de La Haya. El escritor se comprometía a entregar, una vez al mes, una historia porno, pero creíble.

Ulrike me dijo por teléfono. «Tienes gran potencial, estoy segura de que tus historias serán las más creíbles. La editorial no quiere vulgaridades, quiere porno elegante, ese que puede pasar en la cama de dos casados por la iglesia».

En los libros no iría mi nombre sino un pseudónimo. No puedo revelarlo porque firmé otro documento llamado “Contrato de silencio”.

Trabajé para la editorial dos años, debí escribir 24 historias que se vendían en los países de habla hispana que en ese entonces comenzaron a permitir libros con historias de alto contenido sexual, pero la editorial rescindió mi contrato en la vigésima tercera entrega porque «te estas repitiendo». La verdad es que se me había agotado la imaginación. En esas condiciones seguir escribiendo pasaba a ser un sacrificio.

Confieso que jamás leí mis historias impresas porque no consumo ese tipo de literatura, pero pagaron bien.

Recuerdo esta historia de mis primeros años en Estocolmo, porque hoy recibí un e-mail de Ulrike van den Berg. Me pasó el número de su celular; por el código que antecede al número, me día cuenta que llamaba desde Boston. Quiere decir que la peli-roja se fue a los Estados Unidos.

Lo primero que me dijo fue: «Sigues con bigotes». No tuve otra alternativa que preguntarle algo que le causó una carajada: Y tus ojos ¿siguen siendo verdes cristalinos?

 

Me ofreció trabajo, «muy bien remunerado», pero me aclaró que no podía decirme de qué se trataba porque primero tenía que firmar un contrato de silencio absoluto. «Más radical que el de los holandeses». Y, siguió con la misma intensidad de sus clases de hace dos décadas.

«El contrato de silencio primero y después el otro. Si firmas, te vas a hacer rico en tres meses, el contrato es por un año. Debes escribir entre tres mil y cuatro mil caracteres por semana. Muchas de esas historias les tendrás que fragmentar porque serán usadas en los medios sociales. No puedo decirte más. Recuerdo que fuiste mi mejor alumno. Los holandeses quedaron encantados por lo menos con el 70% de tus ficciones».

Me anime a preguntarle: Ulrike no me puedes dar alguna idea, no creo que se porno otra vez, porque ya pasó su época.

La holandesa calló. «¡Vale la pena! ya te he dicho que saldrás de pobre, pero callado. El contrato de silencio es de por vida».

Consulté con mi mujer y ella simplemente dijo quizá terminamos de pagar la última hipoteca de la casa y se preguntó algo que yo también me preguntaba: ¿Qué siempre puede ser?

Acepté. Firmé el contrato de silencio primero y luego el otro y ya no pude dar marcha atrás.

Se trataba de inventar nombres de científicos, laboratorios. Citar a conocidos conspiradores, gestores anti-vacuna y otros sujetos que moran en las páginas de la confabulación para sostener unas teorías falsas, pero tan bien escritas que puedan ser publicadas por medios como New York Times o El País.

Se trataba de darle origen geográfico «concreto» al virus que había aparecido en todo el mundo. Sostener y afirmar que fue un trabajo de laboratorio. Tenía que sugerir que el virus es un arma biológica. Dar información sobre medicinas que paliaban la enfermedad, citar estudios de laboratoristas de toda especie. Ponerlos algunos de esos nombres en listas (supuestas) del premio Nobel. No olvidar a los curanderos y sus pócimas sobre todo en países pobres.

Fui yo quien sostuvo que usar el CDs, dióxido de cloro, es el remedio milagroso.

El castigo me llegó en doble formato, mis riñones se han hecho polvo con el remedio por mí propuesto. Y, por no lavarme las manos, me contagié con el virus. 

Escribí esta confesión con el encargo de publicarla día después de mi incineración. Felizmente pagamos la última hipoteca de la casa.

  

 

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