Por Juan Alberto Campoy Cervera
Hacía tiempo que el sol justiciero había aplazado su castigo hasta el día siguiente. Atrás quedaban las horas de sofocante, casi inhumano calor. La ciudad eterna, poco a poco, había ido recobrando el aliento. Llegada la noche, un reconfortante frescor, acompañado de una muy agradable brisa proveniente del río, brindaba a los asistentes una noche espléndida. El escogidísimo grupo de invitados escuchaba, absorto, el magnífico recital. Una y otra vez, con una vivacidad sorprendente, el octogenario intérprete se abalanzaba sobre las teclas del piano Steinway instalado para la ocasión en los Jardines del Vaticano. Nada más terminar la última pieza, la sonata para piano número 5 de Mozart, el honorable señor se apoyó en el bastón ofrecido por su solícito secretario, Georg Ganswein, y se acercó con paso lento, lentísimo, con una lentitud que contrastaba con la rapidez de manos de la que acababa de hacer gala, a la mesa donde las cuatro laicas del instituto «Memores Domini», sus ayudantes durante las veinticuatro horas del día, aplaudían a rabiar su interpretación. Tras intercambiar unas breves y amables palabras con ellas, las mujeres se marcharon a sus menesteres, y el honorable señor y su solícito secretario se dirigieron a la mesa donde les esperaban el señor ministro y su señora esposa.
Una vez que los anfitriones y sus invitados hubieron realizado los convenientes saludos protocolarios, tuvo lugar una extraña conversación, que, aunque distendida por momentos, fue tiñéndose poco a poco de gravedad.
—Su Santidad ha sido amabilísimo. No sabe Su Santidad cuan honrados nos sentimos de haber sido invitados por Su Santidad.
—Bueno, en realidad ya no soy «Su Santidad». Ahora soy un humilde monje dedicado a la oración y al descanso. Como mucho, podéis llamarme «Su Eminencia».
—Quiero que sepa que para mi mujer y para mí, y para todos los españoles de buena fe, Su Santidad siempre será «Su Santidad». Siempre será nuestro Papa Benito. Porque este argentino de hora…no sé…no me fío, la verdad. Pero, si quiere Su Santidad que le llamemos «Su Eminencia», no se hable más. Su Eminencia, ¿así mejor?, manda y nosotros obedecemos. Su Eminencia sabe hacerse respetar sea cual sea el título que reciba. No hay más que ver el respeto y la admiración con la que le hablaban las cuatro mujeres que se acaban de marchar.
—¿Qué mujeres ni qué mujeres? Son cuatro ángeles. Mis cuatro ángeles de la guarda. ¿Qué haría yo si ellas?
—Claro, siendo Papa Emérito…Así cualquiera…Se ve que el Altísimo le dispensa un trato especial. Yo, como soy un simple ministro de España (eso sí, a mucha honra), me tengo que conformar con un solo ángel de la guarda. Pero, yo le quiero mucho a mi ángel, sabe usted. Quiero decir, sabe Su Eminencia. Marcelo, mi ángel, es encantador. Puedo contar con él para todo. Hasta para las cosas más nimias. Hasta para aparcar el coche.
Su Eminencia puso cara de póquer, sin terminar de decidir si aquel hombre era un tonto o un provocador. Finalmente, dirigió la conversación por otros derroteros.
—Y, por cierto, ¿qué les está pareciendo la velada? ¿Han disfrutado de Mozart?
—¿Cómo no íbamos a hacerlo? A mi señora y a mi nos encanta Mozart. Aunque, si tengo
que serle sincero, esperábamos escuchar algo de Bach. Ese hombre estaba verdaderamente tocado por la mano de Dios. ¡Bach! Oyendo su música, se transporta uno al paraíso. Mozart compone una música diría que demasiado mundana para nuestro gusto. No se lo tome a mal.
Su Eminencia se quedó cavilando un momento y respondió:
—Ya, pero tenga usted en cuenta que yo estoy en contacto muy frecuente y muy directo con El De Arriba, ya me entiende. Y eso hace que necesite desconectar, aunque sea de cuando en cuando, de una atmósfera excesivamente cargada de espiritualidad.
—Ahí lleva Su Eminencia razón.
—Estoy impresionado por su religiosidad. Se nota que es usted un buen hombre.
—¡Qué más quisiera yo! Su Excelencia está hablando con un pecador, con alguien que ha pecado mucho y por mucho tiempo. Pero ya sabe que los caminos del Señor son inescrutables. No hace mucho, en un viaje a Las Vegas, en el lugar más inesperado del mundo, vi la luz del Señor. Y su luz me deslumbró. Y encontré mi camino. Mi viaje a Las Vegas fue, en realidad, mi viaje a Damasco.
—¡Qué bonito es todo eso que me cuenta! Y, hablando de San Pablo, ya conocerá aquellas palabras suyas: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia».
—Sí, seguro que fue eso lo que me pasó. Ahora soy un hombre nuevo, un hombre renacido. No hay día que pase que no me acuerde del Señor y de su madre, la Virgen María. Quizá ya se haya enterado Su Eminencia de que he premiado a Nuestra Señora María Santísima del Amor con la más alta condecoración oficial española, la Medalla de Oro al Mérito Policial.
Nada más decir estas palabras, procedente del cercano convento Mater Eclessiae, se acercó a la mesa, sujetando una bandeja con ambas manos, una de las cuatro ayudantes que hacía poco se habían retirado. Tras un amplio despliegue de saludos y reverencias, la mujer se dirigió a la máxima autoridad de los ilustres sedentes.
—¿Desea Su Eminencia que les sirva?
—Muchas gracias. No es necesario. Puede dejar la bandeja encima de la mesa y retirarse.
Una vez se hubo marchado, Su Eminencia se dirigió al resto de tertulianos, recién devenidos comensales.
—Bueno, créanme que van a probar ustedes una auténtica delicia. Una maravilla. Quizá no estén a la altura de Bach, ni siquiera de Mozart, pero este bizcocho, esta mermelada y este chocolate son de los que hacen época.
Sin que Su Eminencia se dirigiese a él (o quizá lo hiciese con una breve, apenas perceptible, inclinación de cabeza), su secretario repartió los manjares con una delicadeza rayana en la parsimonia. En seguida, el grupo de cuatro se puso manos a la obra.
—Tenía Su Eminencia razón. ¡Vaya mermelada! —exclamó al poco la mujer del ministro.
—Ya les dije yo que les gustaría. Está mermelada la obtenemos de nuestros propios naranjos, que supongo que habrán visto. Si no fuera así, me encantaría mostrárselos cuando vayan a partir. Seguro que se ven espléndidos a la luz de la luna.
Al cabo de un rato, Su Eminencia volvió a tomar la palabra.
—Me estoy fijando en ustedes —dijo dirigiéndose al señor ministro y a su señora— y observo algo curioso: o bien mojan el bizcocho en el chocolate, o bien untan el bizcocho con mermelada. ¿Por qué no prueban a hacer las dos cosas a la vez? La mezcla de la naranja con el chocolate es en verdad extraordinaria.
El señor ministro, sorprendido por la propuesta, se vio en la obligación de responderle.
—Disculpe Su Eminencia, pero tanto a mi señora como a mi, no nos gustan las mezcolanzas. Nos gustan los sabores puros. La naranja queremos que sepa a naranja, y el chocolate a chocolate.
Su Eminencia, sorprendido a su vez, ensayó un intento de ironía.
—No se preocupe usted, señor ministro, que estas impurezas quedarán entre nosotros. De aquí no saldrán jamás. Además, se trata sólo de una merienda. No hay peligro de que acabemos defendiendo el relativismo moral.
No se sabe muy bien cómo, el coloquio derivó desde las naranjas de los jardines del Vaticano hasta la situación de los fieles católicos en los países de religión musulmana, pasando por los asuntos más candentes de la política internacional. Su Eminencia, ya un poco nervioso de tanto como se divagaba, intentó centrar la conversación.
—Pero vayamos al grano, porque supongo que ustedes no habrán venido para hablar sobre los coptos o sobre la crisis migratoria. ¿Qué les ha traído hasta aquí exactamente?
Un poco aturdido por la falta de diplomacia de alguien que suponía un maestro en la misma, el señor ministro, después de tartamudear unas palabras ininteligibles, dijo:
—Verá, Su Eminencia, lo que le voy a pedir es algo muy sencillo, pero a la vez muy importante. Como ya sabrá, España atraviesa hoy una situación muy difícil. Una parte de la nación quiere desgajarse del tronco común, quiere romper los lazos de solidaridad que siempre la han unido a las demás partes. Me estoy refiriendo, claro está, al movimiento secesionista catalán. Esta de la independencia no deja de ser, desde luego, una idea loca, insensata, ya que perjudica a España, pero, sobre todo, perjudica a la propia Cataluña. Como tan acertadamente nos dice San Juan, «el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid». Sin embargo estos fanáticos independentistas se muestran dispuestos a conseguir su malvado propósito a toda costa, sea cual sea el precio que tengan que pagar por ello. Pues bien, mi mujer y yo hemos venido sencillamente a pedirle que rece por España. Sólo eso. Seguro que el Señor le escuchara con especial atención.
—En verdad, en verdad le digo que es éste un asunto que preocupa mucho en el Vaticano. Pero hay más: me consta que el propio demonio quiere destruir España. Así como suena. El demonio quiere destruir España. Pero, si lo piensa bien, es lógico: el diablo ataca siempre a los mejores, a los servidores más fieles de la Iglesia. Y es por eso que España estará siempre en su punto de mira. Han sido tantos los servicios que los españoles han prestados a la Iglesia Católica… Tantas las almas salvadas en la evangelización de América… Tantas la almas encaminadas al infierno, donde iban a pagar por sus idolatrías y sus prácticas nefandas, que fueron rescatadas en el último momento, cuando el maligno creía ya tenerlas en su poder… ¿Y como no acordarnos de la bendita y heroica lucha contra Lutero, Calvino y otros herejes? ¡Como debió de rabiar el demonio con todo aquello! ¡Cómo debió de rabiar tras la victoria del emperador Carlos en la batalla de Mühlberg! ¡Cómo me hubiera gustado verlo!
—Se está alterando Su Eminencia. Vaya con cuidado, no le vayan a sentar mal tantas emociones.
—En síntesis, le diré que la Iglesia le está muy agradecida a España y que puede contar con esas oraciones. Pero usted también tendrá que poner de su parte. Le voy a poner deberes. A ver si, entre los dos, vencemos al demonio. En primer lugar, tendrá que rezar mucho y con mucha devoción, en especial a la Virgen María, nuestra gran intercesora. Ave Marías y Salves a todas horas. Aunque seguro que esto ya lo hace, si es que en algo le voy conociendo. Y, en segundo lugar, tendrá que practicar la humildad y el sufrimiento, virtudes que templarán su espíritu y le señalarán el camino para llevar la nave de España a buen puerto, volviendo infructuosos los intentos del maligno de provocar un naufragio.
—Me parecen muy justas y muy sabias sus palabras. Así que cerramos el trato, por decirlo de alguna manera. Sólo una última cosa: ¿no podría Su Eminencia declarar solemnemente que el independentismo atenta contra la Ley de Dios? Que es un pecado, vaya…
—Creo que eso que me pide no está a mi alcance. Tenga en cuenta que ya no soy Papa. Pero veré qué puedo hacer. Igual consigo hacer que sea pecado venial. Pero pecado mortal, casi casi imposible.
—Bueno, yo lo he intentado.
Poco tiempo después, el señor ministro y su señora se marcharon, no sin que antes Su Eminencia les mostrara los naranjos de los que tan orgulloso estaba.
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