Despojos

Alberto Martín-Aragón

Espero más de cinco minutos en la cola del supermercado. Delante de mí hay un tipo que tiene aspecto de escribir sonetos. Su seriedad me irrita, pero tiene derecho a mostrarse serio. Quizá sea un tipo divertido e ingenioso cuando está coitando con otro ser vivo. Nunca lo sabré. En la calle me topo con el camarero de un restaurante al que ya no voy porque la última vez que lo visité me sirvieron una tortilla de patatas en mal estado. Padecí dos días de aleccionadora intoxicación y agoté varios rollos de papel higiénico. El camarero, hombre corpulento y velludo, me fulmina con una mirada antipática, sectaria. Vivo en un barrio donde proliferan esas miradas. Comportarse de modo arisco y descortés es una de las cosas más fáciles del mundo. Es la venganza de los ‘hombres-masa’, siempre tibios, siempre reacios a causar un gran daño o a hacer un gran bien.

La vigorosa luz de la mañana difumina el cadáver aplastado de un gorrión. A veces juego a parecer un adulto. Jugar es crear y crear es jugar. El universo entero es un juguete. Juguete absurdo para millones de personas que, sin embargo, se niegan a considerar absurdas sus propias vidas. El nihilismo es un juego que suele acabarse cuando uno se enfrenta a su propia muerte, no a la muerte como abstracción y como acontecimiento social. Después de almorzar unos pequeños muslos de pollo, leo algunos poemas de Juan Eduardo Cirlot: cascadas de imágenes visionarias que me hacen sentir la presencia de lo incomunicable dentro de mí. Un tipo que fue amigo mío me envía al móvil el siguiente mensaje: “Eres un cobarde que no sabe beber ni despacio ni rápido”. Puede que tenga razón. Nadie detecta mejor a un cobarde que otro cobarde.

¿Cuándo regresaré a Marraquech? Quizá no vuelva nunca a esa ciudad en la que una noche de otoño de hace mucho tiempo oí cómo un francés sodomizaba a otro francés con festivo escándalo. Algunos clientes del hotel se quejaron y una mujer de cabellos negros y ondulados me dijo que entre nosotros jamás habría sexo anal y yo le dije que no tenía nada que añadir al respecto. Luego pronuncié el nombre de Alá y un gato de color marfil apareció junto a mi equipaje. Murmuraban varios surtidores en un jardín cercano y un camello gruñía a lo lejos. Un año después otra mujer me dijo: “No sabes follar”. Abandoné su casa sin decir palabra y el viento me trajo sonidos de otros mundos. Me sentí condenado e iluminado al mismo tiempo. Ahora no sé exactamente cómo me siento. Sólo tengo claro que me siento un privilegiado cuando estoy sentado en un retrete, percibiendo la eternidad y el Ser en los despojos de mi vida.

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